Yo no sé nada de música. Por una casualidad de la vida puedo hacer do-re-mi-fa-sol-la-sí con una flauta y eso es todo. Tal vez, es por esta feliz ignorancia que me sorprende tanto. La música tiene el poder de transportarnos, de hacernos llorar o bailar. Tiene la magia de ser todas las cosas, de estar en todas partes y ser parte de todo: es el viento, los pájaros, los delfines, la vegetación de la selva. Todo.
Yo podría vivir sin ver, eso le digo a la gente que me pregunta de cuál de mis sentidos podría prescindir. Quizá es porque veo el mundo más borroso de lo que en realidad es. Pero al menos sé qué es verde, azul o rojo. Sé de qué color se pone el sol al medio día, y de qué color la lluvia, que no es transparente sino reflexiva. Y no es que lo haya visto todo, pero estoy segura de que con un buen narrador podría adivinar un paisaje.
Tal vez también es porque a veces prefiero la oscuridad que la luz. Con un susurrador que me diga cosas al oído que, aunque fuesen incomprensibles, me advirtieran su presencia. Y si fuera una cuestión de soledad, que la compañía fuera el sonido del viento, de la lluvia, de los grillos, de un gato ronroneador. Yo puedo imaginarme todo, pero no puedo hacerlo sin oír. Sin oírme decir incoherencias cuando me hablo en el baño o en el supermercado. Me hablo tanto que a veces pienso que no estoy del todo cuerda. Después me doy cuenta de que precisamente por eso puedo hacerlo. Me hablo en un acto de consciencia.
También imagino que hablo con otras personas. Les hablo desde la ducha, desde la cocina, desde la calle. En la calle es casi inaudible lo que digo, pero les envío ondas sonoras que tal vez no tengan un destino en este plano de la vida, sino que se almacenan como una memoria del universo. Y estén regadas por ahí todas las cosas que les he dicho mientras nos encontramos lejos. Tal vez cuando uno está haciendo un tránsito de lo visible a lo invisible se encuentre con un eco de las cosas que otros le han dicho. Sería como una forma de reconciliación, de alivio. ¿Por qué no te dije esto? No lo sé, pero ahora no es tarde. Aquí te llega mi mensaje, con un atraso de 5 años, de 2 o de 1. De dos días, cuando te pensaba lavando los platos, y te dije: “Ay, pero mira qué estás hecha un lío”, con mi acento español que practico mientras hablo conmigo, contigo. Y a ti, a ti te dije: “No, no me quiero ir. Quiero quedarme”. Eso ya cuando me había ido. Pero qué más da… uno dice cosas cuando ya hizo otras.
Otras veces solo me imagino que hacemos rimas en la oficina mientras que otra gente sorprendida con nuestros talentos increíbles de mezclar palabras líricas con leyes y rutas de atención, asistencia y reparación nos mira desde lejos y nos delega la tarea de hacer con ritmo esto y lo de más allá. También le hablo a mi gato y a mis perros. Les digo que los quiero y les pregunto siempre por qué son tan lindos, mientras acerco mi nariz a la de ellos. En esto diferencio mis encuentros suprasensibles entre perros, gatos y humanos. Yo a los humanos no los toco mientras les hablo. En cambio, a Seis, mi gato telepático, y a Pacha, que ya está en el más-allá, siempre los peino con mis dedos largos. A Pacha sí que le llegan mis mensajes desde este plano, porque sigue cuidándome de las desgracias del mundo con su pelo incandescente que ilumina todo y espanta con su voz aguda a quien, con malas intenciones, se me acerca por la espalda.
A veces también canto, que no es como oír a Edith Piaf ni a Chavela Vargas, pero no importa. También tenemos (o al menos yo) esa vanidad de sentir que la canción en nuestras bocas suena tan bien como se escucha en la radio, que oigo con audífonos cuando no tengo ganas de hablar. A veces la voz se nos hace ajena, y no la reconocemos cuando hacemos una grabación de ella. ¿Qué podría decirte con esta voz tan infantil que no me pertenece? Podría decirte que sé hacer do-re-mí-fa-sol-la-sí con una flauta. Podría decirte que te quiero, y que quiero comer helado. No, de chocolate no, que no me gusta el helado de chocolate. De mora. Las moras me llevan a la casa de mis abuelos, me recuerdan que un día me comí un bichito verde pensando que era una hoja. Podría decirte que te hablo en serio, aunque parezca un chiste que esta niñez de voz pueda decirte eso. Podría decirte que suenas como el mar cuando duermes, que se te hacen olas en el pecho con el aire, y que por eso puedes dormir profundamente. Podría decirte que un ternero un día me despertó a la madrugada porque estaba muerto de frío en el jardín, y que la siguiente noche fue igual, y la siguiente, y la siguiente, hasta que se hizo grande y dejó de mugir. Y entonces yo le hablaba desde mi cuarto y le decía: “Cállate, ternerito”, así él ya se hubiera acostumbrado a dejar de hablarse.
*Fotografía de @leeoohlopez