Artemisa en la plaza de mercado

¿Por qué le habrán puesto el nombre de una diosa a una planta que cumple una función tan doméstica como espantar las pulgas?

En internet leí que la Artemisa calma las menstruaciones dolorosas y fortalece la matriz. Tal vez por eso comparta su nombre con el de la diosa helena de la caza, el terreno virgen, los nacimientos, la virginidad y las doncellas, que trae y alivia las enfermedades de las mujeres. Sin embargo, no pude encontrar ninguna explicación que la relacionara con alejar a las pulgas. ¿Será que las pulgas son post-Helénicas?

Encuentro los primeros comerciantes sentados en el parqueadero de la plaza, acurrucados en banquitos y arropados con sombreros y ruanas. Para calentarse, rodean con sus manos los vasos desechables del tinto que les compran a los vendedores ambulantes. Claro, ellos llegaron a las cuatro de la mañana, no como yo, que llegué a las 6:30 y aún conservo el calor de la cama. Debí haber estado más temprano, para presenciar lo que dice el eslogan de la página web: la llegada de los camiones con “Todo Colombia en un solo lugar”.

Hay mucho movimiento en el Parqueadero, como si los camiones apenas estuvieran dejando las flores. Quizás no está tan tarde y pueda ver cómo es el proceso de descargue en Paloquemao, seguro que la Artemisa, la hierba que me recomendaron en la oficina, no se va a acabar, parece que estas pulgas son resistentes a los insecticidas y si sigo usando más, los que nos vamos a intoxicar somos los gatos y yo.

Me dirijo hacia donde está concentrada la gente y me topo con cajas de flores de exportación regadas en el piso, algunas de ellas con la etiqueta: “Producto de Ecuador”. Luego, a medida que camino por los corredores que trazan los camiones, lo que en principio parece caótico, va tomando sentido.

Los camiones, no están descargando, están estacionados en orden, haciendo las veces de bodegas que van suministrando el inventario de flores que se va vendiendo.

Un sistema muy eficiente, a mi parecer, porque además estarán allí a la hora de recoger, ahorrando tiempos muertos, combustible y trancones. A lo mejor, hasta pagan menos por estar al aire libre y tienen la ventaja de estar justo a la entrada.

Ahora entiendo por qué alguna vez un profesor nos dijo en clase que un célebre economista pasaba mucho tiempo observando el mercado de verduras de Covent Garden en Londres. Es que las plazas de mercado son el laboratorio en donde se aplican las teorías que leemos en los libros o más bien de donde salen estas teorías.

Cuando paso por un puesto de flores teñidas de colores fosforescentes me llega la imagen del experimento que hicimos en quinto de primaria, agregando anilina al agua de un florero. Después de unos días la tinta había subido por el tallo y el clavel parecía una pollera para bailar cumbia: blanca y con los boleros rojos.

Solo por poner conversación le pregunto a una muchacha cómo las tiñen.

—No sé, me las traen así —responde ella sin despegar los ojos de su celular.

—¿Va a echar la rosita mami? –pregunta un muchacho con malicia, yo le sonrío y le pregunto por unas flores a las que se les ha puesto un acabado metálico que las deja con una apariencia artificial e inerte.

—Son Cardos, se les aplica el acabado para que duren más tiempo. Estas —me dice señalando un balde— son naturales y duran un mes, pero las plateadas le duran años. ¿Cuántas le empaco?

—Por ahora estoy solo viendo, vuelvo cuando termine de dar la vuelta –respondo sonriendo de nuevo, como si yo fuera la misma diosa Artemisa que camina entre las flores perdida en la plaza de mercado.

No me dejo seducir por un Bastón de Emperador traído de Villavicencio, que es una planta de tallo largo y fuerte como un bordón y con una flor rosada del tamaño del puño de un hombre adulto. Tampoco por la Boca de Dragón, que en racimos sus flores forman una especie de llamas parecidas a los Nardos, pero sin su aroma.

Los vendedores a los que les pregunto, me dicen que las flores las traen del llano, Funza, Mosquera y hasta de Medellín, cumpliendo lo que dice el eslogan «Todo Colombia en un solo lugar«. ¿Entonces qué hacen las benditas cajas del Ecuador a la entrada del Parqueadero?

¡Qué cantidad de plata me he gastado estudiando para aprender lo mismo que la gente de la plaza desarrolla usando sentido común! No más de lo que gastó Jairo en su maestría en administración, eso sí.

— ¡Que buena idea, más chocolate por centímetro cuadrado! –le dije la primera vez que vi un Chocorramo miniatura en la máquina dispensadora de la oficina.

—Sí, tienes la idea –dijo él con un poco de arrogancia—. En la maestría un profesor nos explicó que las esquinas del ponqué son lo que más apetece a la gente, porque tienen más concentración de chocolate. Entonces, decidieron producir la torta en tamaño miniatura para aprovechar más las esquinas.

—Tan bello –respondí—: pagó 80 millones de pesos para que le dijeran que a los colombianos nos gustan las esquinas del Chocorramo.

Ya casi me tengo que ir y aún no compro la Artemisa. Hay varias entradas para la plaza, todas con el mismo letrero: “Encuentre aquí: Artesanías, decoración verduras, hortalizas, frutas, derivados, granos, cereales”. Me da lo mismo entonces tomar cualquiera de ellas, solo debo preguntar dónde están los puestos de hierbas medicinales.

—Camine hasta la columna roja y voltee a la derecha, si no la consigue allá, siga caminando hacia la Virgen.

No veo ninguna columna roja y tampoco encuentro a la virgen, pero en cambio oigo el canto de un gallo.

Una mujer sentada en un banco alto, envuelta en una ruana y con sombrero de vaquero, es la dueña de las gallinas. Lleva suelto su pelo negro y espeso, su piel y su mirada escéptica me dicen que tiene unos 60 años. Apenas llego ya me quiero ir, todo me expulsa del lugar: el olor a gallinaza, las aves hacinadas y cacaraqueando de desespero y el rechazo de la dueña que en cuanto me ve se percata de que no soy un animal carnívoro.

—Va a comprar o sólo es por ver? –me pregunta, conociendo la respuesta de antemano.

¡Más sabe el diablo por viejo que por diablo! Ni siquiera le respondo y me volteo para preguntarle a un muchacho cuánto cuesta una gallina.

Él saca una del corral tomándola por las dos patas.

—Esta cuesta 48 mil pesos. ¿La va a llevar? —dice mientras me la acerca.

La gallina tiembla más que yo y patas arriba me mira de reojo, como miran las gallinas, porque todas tienen los ojos a los lados, pero yo siento que me suplica que la deje en paz. Por dos segundos pienso en llevármela para mi casa. Pero el panorama de la convivencia de una gallina, dos gatos, las pulgas y yo, en un apartaestudio en Chapinero, es más oscuro que el futuro de la pobre ave. Doy las gracias y me voy.

Más adelante, una mujer de unos cincuenta años lleva puesto un vestido blanco apretado, medias veladas y tacones. Mientras me alejo, pienso si al final de la tarde después de haber vendido varios kilos de carne, seguirá igual de alegre, parada sobre esos tacones y tan fuera de lugar como la diosa Artemisa en la Plaza de mercado.

En un pasillo que huele a menta encuentro las hierbas medicinales. Las plantas cuelgan por todos lados, creando una atmósfera aromática de color verde oscuro, y cuando saludo, da la impresión de que una persona sale de la penumbra de la selva.

Las veces que había estado en Paloquemao, sólo había comprado albahaca y yerbabuena en estos puestos, pero siempre había tenido la fantasía de que los que venden las hierbas son brujos con el conocimiento del espíritu de las plantas. Quiero encontrar a un yerbatero que me dé indicaciones de cómo usar la Artemisa y que me recomiende otras hierbas para atraer abundancia a mi vida.

El primer puesto lo atienden unas muchachas que están más pendientes del celular que de vender. Paso al puesto de enfrente, que lo atiende una mujer mayor, tal vez por eso sepa bastante de hierbas. Aunque viéndola de cerca y hablando con ella me da la impresión de que es familiar de la dueña de las gallinas.

—¿Tiene Artemisa?

—¿Cuánto le doy? –dice sacando sin mirar un manojo de ramas verdes que tiene al frente y que bien pudo haber sido cualquier otro manojo.

—¿Cómo se vende? –respondo.

— ¿Le doy mil, dos mil?

—Ah, deme mil por favor. ¿Cómo la uso?

— ¿Cómo se usan las yerbas? En infusión, en baños –me responde la mujer irritada.

— ¿Y para qué sirve la Artemisa?

—Esa sirve para los cólicos menstruales y para la tensión

— ¿Y me garantiza que funciona? ­–le digo tomando notas en mi teléfono

—Todo sirve desde que usted le ponga fe. Pero como ahora viven todos pegados de un celular

“Pues si todo sirve si le pongo fe, más bien invierto la plata de la Artemisa mandando a rezar una misa por la intención de alejar las pulgas de mi casa”, pienso frustrada por la actitud de mi yerbatera.

—Es que yo la quiero para que se vayan las pulgas.

—Ah, lo que usted está buscando es Altamisa. La Artemisa no le sirve, ¡no ve que esta es dulce y las atrae!

—¡Entonces deme mil pesos de Altamisa, por favor!

*Foto y texto por la pez invitada Carolina Daguer 

6 comentarios en “Artemisa en la plaza de mercado

  1. Final inesperado. Me gustan las historias que se ubican en un contexto común y corriente y con base en experiencias de la vida diaria. Súper Caro! felicitaciones! Qué buena historia 🙂

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  2. Me encanta! que risa, economia, mercados locales, colores y olores en un solo texto y tu acostumbrado cinismo que uno no sabe a la primera si es superficial o profundo; pero que encierra mil reflexiones de nuestra vida moderna, loca, solitaria, tecnológica. Ni las vendedoras de hierbas ahora parecen brujas, ni las artemisas son hierbas espanta pulgas…sino mas bien una diosa disfrazada que deambula en la madrugada por un mercado. Bello! sigue escribiendo.

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