El Golfo de Urabá es uno de esos destinos de ensueño que, paradójicamente, los extranjeros conocen mejor que los nacionales. De hecho, gracias a las historias de mochileros por Colombia, me enteré de su existencia; ellos me hablaron de playas solitarias en el caribe, careteo en aguas cristalinas, viajes en lancha en un mar picado, caminatas en medio de la selva y noches tranquilas de camping junto al mar, en fin, supe de lugares encantadores con nombres exóticos: Turbo, Capurganá, Sapzurro, Acandí, La Miel.
Ubicado en la parte norte de la frontera entre Colombia y Panamá, con aguas que humedecen tierras en los departamentos de Chocó y Antioquia, el Golfo es ideal para quienes buscan viajes tranquilos, económicos y de naturaleza. En sus destinos más recónditos, los días transcurren entre las playas, el mar y la selva; las noches, entre restaurantes que cierran a las diez en temporada alta y fogatas encendidas a orillas del mar. Entrada la noche se corta el servicio de energía eléctrica y pocas veces –en el día o en la noche– hay señal para llamar por teléfono o acceder a internet. Nunca se ven carros por sus calles destapadas y estrechas. Sin duda, El Golfo es un lugar ideal para desconectarse de la modernidad, la civilización y la tecnología.
CRUZANDO EL GOLFO
De Turbo a Capurganá, cruzar el Golfo de Urabá toma casi tres horas de viaje; el trayecto conduce por aguas que cambian continuamente de color –gris, verde, azul– y enfrentan la lancha a un oleaje agresivo que la hace saltar durante todo el trayecto. Cuanto más adelante se está sentado en la lancha, peor, pues la fuerza de las olas hace que se brinque más alto y se golpee más duro al caer.
Un muchacho sentado a un par de puestos a mi derecha se enferma. Primero viene el mareo, después la baja de presión, la tez amarilla, el sudor frío. Al final el vómito. Un vómito que no para, que llena una y otra bolsa. Su novia lo atiende, lo consiente, pero no logra calmarlo. En el muelle lo atiende la policía. Lo acuestan en el piso y le alzan las piernas. La gente lo rodea. “Eso es lo peor que pueden hacer: no le dejan llegar el aire”, dice Carolina, una de mis compañeras de viaje. “Deberían decirle que respire más despacio, para que se calme”.
MEDIOS DE TRANSPORTE
Capurganá no tienen vías pavimentadas ni carros movilizándose por ellos. Ir de un extremo al otro toma máximo un cuarto de hora, si se hace caminando. En el lugar la mayoría de la gente anda a pie, algunos en bicicleta y unos pocos en moto, una incursión novedosa en el lugar. También innecesaria y molesta, para el visitante y el lugareño. Las motos generan ruido en un sitio silencioso y estorbo en sus calles estrechas. Comprar una moto parece ser un símbolo de éxito de los emprendedores locales, pero al final se convierte en un juguete lujoso y costoso para que los más jóvenes se entretengan; padres y abuelos compran las motos preparando jugos, cocinando mariscos y piloteando lanchas por las aguas del Golfo.
Otra opción de movilidad son las “carrozas”, es decir, coches de cuatro ruedas tirados por caballos. Las hay de varios tipos: abiertas o capotadas para la protección contra los rayos del sol, con o sin sillas Rimax adaptadas para mayor comodidad del pasajero. La comunidad usa las carrozas para transportar personas y mercancías, desde y hacia la zona rural, aquella puerta trasera del pueblo.
En Capurganá se encuentran caballos y carrozas esperando por clientes, entre la cancha de fútbol y el final de la pista aérea. Una bella imagen de los contrastes marcados del mundo en desarrollado.
ESTADIO
Los chicos esperan, en la gradería del estadio, un partido de fútbol que no llegará hasta el fin de semana. A su izquierda y derecha están los arcos de la cancha, sin mallas colgando ni demarcaciones de las áreas en el suelo. A sus espaldas descansa la pista del aeropuerto. Un vuelo llegará cada uno o dos días, durante la temporada alta. La cancha de fútbol está rodeada por pequeñas tiendas, bares, restaurantes y hoteles. Al caer el sol los picós se encenderán y la cancha se volverá un sitio de encuentro para los lugareños. Mientras llega el partido, los chicos cuidan caballos y aguardan por clientes. Ofrecen cabalgatas o guías para caminatas por la zona. Me dicen que pueden llevarme a El Cielo, La Coquerita o incluso a Sapzurro, que está un poco más apartado que los otros destinos. En el hostal, los viajeros me recomiendan llevar zapatos apropiados para caminatas –botas de trekking, en lo posible–, pero ellos lo hacen así como están, descalsos o en chancletas.
BAÑO EN LA COQUERITA
Los atractivos principales de la Coquerita son sus piscinas de agua dulce y de agua salada. La piscina de agua dulce la llena el líquido traído con unas mangueras desde lo alto de la montaña, mientras que la piscina de agua salada está formada por un círculo natural de piedras junto al mar. En su interior se alcanza a sentir la fuerza y el ímpetu de las aguas del Golfo, cuyas olas menean de un lado a otro a quienes entran en ella.
El lugar es atendido por una simpática pareja colombo-argentina. Ella solía ser una actriz argentina que decidió quedarse en el país tras conocerlo a él, un artista local. Sus patacones con queso y hogao y sus obleas con arequipe y mora son los mejores que se pueden probar en la zona. El atractivo de las hamacas y la vista al mar no se queda atrás. Allí puedes tomar una siesta después de la caminata de media hora u observar las lanchas que llegan, una tras otra, a dejar pasajeros y mercancías.
BIENVENIDOS AL CIELO
Otro de los destinos que ofrece Capurganá es El Cielo. Allí se llega por un camino destapado en medio del monte, que es atravesado por riachuelos delgados y secos. La ruta es plana y repleta de piedras. Desde el centro del pueblo, a pie, llegar a las puertas de El Cielo toma poco más de una hora. El lugar ofrece una piscina natural de agua dulce a la cual se puede saltar desde una cuerda colgante y una pequeña cascada sin agua en esta época del año. En el letrero de la entrada se lee: «PARA CON SERbACiON/ ENtRAdA 3000». No es claro cómo se gastará el dinero, pero es evidente que debería ser en educación.
TERRITORIOS OLVIDADOS
El camino a El Cielo muestra una cara distinta de Capurganá. En la parte turística, aquella en donde están los restaurantes y los hospedajes, las tiendas y el muelle, se ve necesidad material pero no carencia extrema: las casas son humildes y sencillas, pero tienen lo mínimo, incluyendo servicios públicos y ladrillos. En las afueras del pueblo, en cambio, sí se ve el rostro de la pobreza: casas de madera, pisos de tierra, niños sucios. A estas familias no las alcanza a permear el dinero del turismo, quienes se dedican a actividades relacionadas con el campo, la construcción y el transporte de maderas.
HÉCTOR’S HOUSE
Conocimos a Héctor en el hostal que administra, “Hector’s House”, una casa de dos pisos con cuartos y hamacas improvisadas para los viajeros. Lleva seis meses a cargo del lugar. “Cuando Héctor tomó la casa era completamente diferente”, recuerda Michel, uno de sus amigos del lugar. “No había nada de lo que ven aquí. Ni las pinturas del comedor ni la decoración de los cuartos”. Héctor sonríe con orgullo y aprieta la mano de su compañera, una francesa que conoció hace un par de meses cuando ella llegó a la casa en busca de hospedaje. El lugar es acogedor y tranquilo, a pesar del número reducido de baños y su necesidad permanente de limpieza; mis amigos y yo pasamos 3 noches allí. Hubieran podido ser más. Sin embargo, la vocación de Héctor no es el turismo. Lo que él realmente ama son los animales y su cuidado. Estudió veterinaria en Medellín y lleva dos años viviendo en la zona. “La idea es que el hostal dé plata para ayudar a los animales de aquí”, afirma. “Hay muchos perros y gatos que requieren cuidado. Ni hablar de los caballos”. Además de los viajeros, el hostal hospeda 3 perros y 2 gatas.
CAMINO A PLAYA AGUACATE
Fuimos al mar en busca de playas pero lo que más nos sorprendió fueron las caminatas. Capurganá sirve de punto de partida para emprender viajes a pie a lugares cercanos como El Cielo, La Coquerita y playa Aguacate.
Quizás el camino más exótico de los tres es el que lleva a Aguacate. Primero atraviesas el pueblo bordeando la pista del aeropuerto y luego te adentras en selvas, montañas y senderos al borde del mar. El primer sendero en maravillarte está al borde del mar, sobre piedras antiguas y corales solidificados, algunos con formas de cerebros gigantes. Luego caminas sobre un pasto verde intenso y esponjoso en medio de palmeras. “Colchón de pobre” lo llaman aquí. Andar por él es como caminar sobre una almohadilla en que se hunden tus pies y te pica las piernas con sus puntas afiladas.
Hacia el final de la ruta caminas por un sendero también abullonado pero en este caso café y sin pullas, pues está hecho con las hojas de palma que caen y se empiezan a descomponer en el suelo. La humedad del lugar y la exigencia de la caminata te ponen a sudar, te agotan, así que nada como un baño en la playa Aguacate para refrescarse y recobrar energía.
BASURAS
El manejo de residuos sólidos es un problema mayor en la zona. Ninguno de los sitios que visitamos sale bien librado. Ni siquiera Turbo y Acandí que son relativamente más grandes que Capurganá, Sapzurro y La Miel. En todos hay basura por doquier, sobre todo en las calles y las costas. El mar devuelve parte de aquello que no le pertenece y que no puede utilizar –bolsas de plástico, botellas de vidrio, latas de metal–, de modo que el material se va acumulando en las playas, de donde nadie lo recoge.
En la foto está el botadero a cielo abierto de Capurganá; allí depositan y mezclan todo tipo de residuos sólidos: orgánicos e inorgánicos, peligrosos y no peligrosos. Poco a poco el botadero se va llenando y comiendo la montaña. En esta época de nubarrones y lluvias ocasionales el lugar no huele mal, pero la situación debe ser diferente en verano, cuando el cielo está despejado y el sol calienta en lo alto.
El botadero no sólo acoge basura, sino también animales. De regreso al pueblo, luego de ir a El Cielo, encontramos una pareja de cerdos buscando alimento entre los desechos. Están gordos y grandes, listos para servir a otros propósitos. Mis amigos y yo sentimos alivio por habernos alimentado con pescados, mariscos y opciones vegetarianas.
AMANECER EN EL PUERTO DE SAPZURRO
Me levanto al amanecer para ir en busca de unas fotos. Agarro mi cámara y salgo a caminar por la playa. La mañana está nublada y oscura, incluso fría. Están ausentes los colores morados y naranjas con los que el sol suele teñir el cielo al despertar. Priman distintas tonalidades de grises, se siente un aire melancólico. La calle principal está vacía. Compro un café negro en la única tienda que está abierta, una en frente del muelle. Me siento en una banca y observo el sol en lo alto. Es una circunferencia perfecta de color naranja que da vida al cielo oscuro. Unos pocos barcos están atracados en la bahía, otros tantos empiezan a llegar. Al finalizar el café, llega el premio mayor: el cielo y el mar se vuelven naranja, confundiéndose el uno con el otro en el horizonte. Hago por fin las fotos que deseaba. Retorno a la zona de camping con una sonrisa en el rostro.
“Javier Francisco Arenas Ferro” se lee en su cédula; “Pacho” le decimos sus amigos. Abogado de la Universidad Nacional de Colombia, con Maestría en Medio Ambiente y Desarrollo. Pacho es un egresado ejemplar de la “Nacho”: mochila terciada, espíritu crítico, pensamiento de izquierda, abogado competente, sentido social extremo. Lleva casi una década trabajando en la Corte Constitucional de Colombia, en defensa de los derechos de los colombianos.
Pacho también es un ambientalista comprometido. En los restaurantes y los puestos de comida advierte que no necesita pitillo y que prefiere que le sirvan la bebida en vasos de vidrio, no en desechables. Le asombra el mal manejo que en la zona le dan a las basuras, las cuales se encuentran por doquier –calles, playas, esquinas–, menos en donde deberían estar.
Más allá de la abogacía y la defensa de los derechos humanos y la protección del medio ambiente, su gran pasión personal es la música. La percusión es lo suyo –los tambores, en especial–, aunque sabe que un músico integral debe ser competente en más de una clase de instrumento. Al viaje lo acompañan sus gaitas, por ejemplo. Son dos: un macho y una hembra. Las toca siempre que hay espacio, sobre todo en las mañanas antes de desayunar o en los momentos de distensión en la playa. Todos los días practica entre 2 y 3 horas. Disciplina, compromiso y entrega. He ahí las claves del éxito. Pacho, sin quererlo, me ha dado una lección de vida; con su ejemplo, me ha mostrado que no podré convertirme en el escritor y el fotógrafo en que aspiro, si no me entrego realmente a ello, día y noche.
PLAYAS DEL GOLFO
Si estás buscando playas paradisiacas para echarte en la arena y broncear tu cuerpo, el Golfo de Urabá no es el lugar adecuado para ir, o al menos no lo es en abril, época de lluvias y nubarrones. Colombia fue por meses presa de una sequía que tuvo al país al borde del racionamiento de energía, debido al bajo nivel de los reservatorios de sus hidroeléctricas, pero justo antes del inicio de Semana Santa el clima empezó a cambiar. Los cielos se oscurecieron, las nubes volaron cargadas, el agua cayó desde lo alto. De los casi 10 días que pasamos en el Golfo, sólo dos fueron soleados. Los demás estuvieron tapados por las nubes. Un par de noches llovió.
El clima también afectó el careteo, una de las actividades más atractivas que ofrecen sus aguas cristalinas. Debido a la ausencia de sol y la agitación del mar, sus corales y peces por momentos estaban por fuera del alcance de la vista. Pese a ello, algunos viajeros, como Pacho, aprovecharon la oportunidad para nadar mar adentro. Los corales más hermosos podían verse en Sapzurro, a pocos metros de la playa en donde acampamos por tres noches.
EL CAPITÁN LUCHO
La última noche que pasé en Sapzurro, en el bar de El Chileno, conocí a Lucho, un capitán de mar. En su juventud trabajó como fotógrafo de guerra para distintos diarios de Cataluña, su tierra natal. Intenté que me contará historias de su cubrimiento de la violencia en el Medio Oriente, pero él no quiso; Lucho solo quería hablar de su gran pasión, aquella que conoció cuando era un niño de 8 años: la mar y los barcos.
–¿Es la mar o el mar? –le pregunto.
–Para mí es la mar –responde con decisión–. Es la mar porque a mi me gustan las mujeres y la veo así, femenina. Para una mujer puede ser el mar, pero no para mí.
Lucho dejó la fotografía y Europa hace nueve años, cuando decidió comprar su propio bote y zarpar rumbo a centro y sur América. “La fotografía fue algo que me impusieron cuando era joven. La mar fue algo que aprendí a amar por mí mismo”.
Ahora tiene 58 años y su deseo de seguir en la mar sigue intacto. Sus lugares de operación son Colombia y Panamá, países desde donde hace viajes sobre todo por el Caribe –México, Jamaica y Guatemala–, aunque también ha ido a Ecuador y Perú, en el Pacífico. “Yo siempre fui Luis, pero desde que vengo a Colombia me llaman Lucho”.
En su bote caben 7 personas, incluyéndolo a él, quien hace las veces de capitán y cocinero. Su bote es pequeño y antiguo. Está atracado en la bahía, cerca del hostal en donde estamos. Él es un mochilero de mar, el primero con que me topo en mis viajes, un espécimen hasta entonces desconocido para mí, quien prefiero las montañas y los ríos sobre las playas y los mares.
“El martes voy para Cartagena, por si quieres venir”, me dice. “Solo te cobro 200 mil. Te costaría más ir por lancha y tierra”. Es verdad. Y aunque me encantaría subir más al norte, permanecer en el Caribe otros días, navegar el Golfo, seguir tomando el sol, rechazo su oferta: la Universidad y las clases me esperan al terminar Semana Santa.
Lucho ha sembrado en mí, sin embargo, la idea de navegar mar adentro, incluso por días. “Podríamos ir a Panamá y a Cuba. Serían 3 días de viaje sin parar desde Cartagena. A Costa Rica no voy porque es muy cara”, dice. La propuesta me deja pensando. Puede ser, puede ser.
LA MIEL
La Miel es un pequeño poblado panameño que queda junto a Sapzurro. Entre ellos no hay caminos para ningún tipo de vehículo a motor, sin importar que tenga dos o cuatro ruedas. Sólo se puede ir de un lugar a otro a pie o en lancha. La ruta caminando toma cerca de media hora y obliga a ascender más de 200 escalones en una colina alta e inclinada. Algunas personas paran un par de veces para tomar aire y descansar, secarse el sudor y observar el horizonte. Desde lo alto parece que la espesa selva estuviera devorando a Sapzurro y que La Miel estuviera buscando escapársele metiéndose al mar.
En la cima de la colina están los puestos de seguridad de Colombia y Panamá. Para cruzar la frontera como colombiano, basta con mostrar la cédula y registrarse, a mano, en un libro grande y encuadernado en cuero. Dos letreros de bienvenida a los países se miran frente a frente, día y noche, sin descanso.
RECORRIDO POR LA MIEL
Un recorrido por La Miel te lleva por casas abandonadas, viviendas a medio hacer y algunos hogares habitados. Todas las construcciones se encuentran casi en igual número, unas al lado de las otras. El único lujo evidente que se observa en los hogares son las antenas de cable que cuelgan de sus techos. Al occidente del pueblo hay un bosque colmado de basura, y al oriente se encuentra el muelle.
Hoy es el pico de Semana Santa, es el viernes previo al domingo de resurrección. A las playas de La Miel llegan lanchas y botes con regularidad. Traen pasajeros y mercancías; turistas que llegan a pasar el día bajo el sol y productos para llenar las góndolas del duty free, el único edificio del pueblo.
El día está soleado, la gente está contenta. Los restaurantes venden cervezas al ritmo del vallenato que suena en los picós. No se ve una gran diferencia cultural con el paso de frontera; de hecho, uno siente como si no hubiera salido de Colombia, pues escucha su música, bebe sus cervezas y paga con sus pesos devaluados. Incluso se puede disfrutar de su misma gastronomía, en nuestro caso, cazuela de mariscos, el almuerzo que se convertirá en el mejor del viaje.
PROMESA DE UNA VIDA MEJOR
La Miel es uno de los puntos desde los cuales parten lanchas hacia el norte. Van cargadas principalmente de cubanos impulsados por el deseo de hacer realidad el «sueño americano». Llevan un máximo de 12 personas, quienes previamente han tenido que «arreglar» las cosas con la guardia panameña. En la foto –al fondo, en la parte superior– se observan figuras diminutas de inmigrantes. Están congregados en su hospedaje temporal: un pequeño lote en donde han armado tiendas cubiertas con bolsas de plástico y encendido hogueras con leña del bosque aledaño. Al pasar por su lado, escucho al oficial a cargo decirle a los viajeros que tengan paciencia, que todos tarde o temprano saldrán rumbo al norte, que ellos –la autoridad–, a diferencia de los lancheros –quienes los observan de cerca como animales al acecho–, buscan su seguridad, no su dinero. Me da la impresión de que el lugar no es lo suficientemente grande para albergar tantos planes inciertos y palabras falaces.
MUELLE DE SAPZURRO
Camino por el muelle, antes de partir; son dos construcciones de piedra y madera que se adentran pocos metros en la bahía para facilitar el desembarco de pasajeros y mercancías.
Es medio día, es domingo de resurrección. Llegan pocas lanchas. La temporada alta ha empezado a disminuir desde el viernes anterior, día en que muchos de los visitantes empezaron a partir para emprender viajes largos por tierra a Cali y Medellín.
Todavía no he tomado la lancha que me llevará a Acandí, la cabecera municipal, pero ya tengo claro que recordaré este lugar por siempre. Sapzurro es tranquilo y acogedor como él solo. Durante el día ofrece playas en donde tomar el sol, bañarse y caretear –la más grande y hermosa es Cabo Tiburón, un cuarto de hora a pie– y caminatas en medio de la selva, a Capurganá (Colombia) o La Miel (Panamá). En las noches los restaurantes cierran temprano y un par de lugares sirven bebidas, entre ellos la pizzería del Alemán y el hostal de El Chileno. Los viajeros toman cerveza, cuentan historias, fuman porro. Algunos acampamos, otros duermen en cuartos compartidos en los pocos hostales que hay.
MOVILIZACIÓN EN ACANDÍ
Acandí, a diferencia de Capurganá y Sapzurro, cuenta con vías de dos carriles, algunas de las cuales están pavimentadas con cemento. No se ven pasar, sin embargo, buses, taxis o mototaxis; las “carrozas” jalonadas por caballos en cambio sí transitan con regularidad. La gente del lugar nos recomienda tomar una, pues el medio día se acerca, llevamos mochilas pesadas y el hotel está lejos, más o menos a media hora a paso firme, si nos vamos caminando desde el muelle.
–¿Cómo se llama el caballo? –pregunta Carolina al conductor.
–No tiene nombre.
Al día siguiente una carroza también será el vehículo que nos llevará a buscar el vuelo de salida a Medellín, y se convertirá en el medio de transporte más exótico que haya utilizado para llegar a un aeropuerto, un símbolo de modernidad por excelencia.
–¿Cómo se llama el caballo? –preguntar Carolina al nuevo conductor.
–No tiene nombre –vuelve a ser la respuesta.
La existencia de caballos sin nombre sugiere que el trato que le dan a los animales en el pueblo no debe ser el mejor . Bautizar al caballo sería el comienzo de una relación más cercana y empática con él. Al bajarnos en el aeropuerto, le damos al conductor ideas para un nombre, para el inicio una nueva relación.
A PASO DE TORTUGA
Llegamos a Acandí el domingo de resurrección, en horas de la tarde. El anhelo de ver tortugas gigantes desovar en sus playas hizo que arribáramos un día antes de tomar el vuelo a Medellín. En Capurganá y Sapzurro nos dijeron que las tortugas podrían alcanzar nuestro tamaño y que dejaban marcas en la arena similares a las ondas de un tractor en la tierra. Las tortugas acostumbran llegar a las playas bien entrada la noche, generalmente después de las 10.
Mientras llega la hora, nos acomodamos en el hotel y salimos en busca de almuerzo. A Fidel, el conserje del lugar, le preguntamos si es seguro caminar por el pueblo y tomar algunas fotos.
–Este pueblo es muy tranquilo. Aquí no roban en las calles ni en los hoteles, no es como en Capurganá y Sapzurro –responde.
–¿Qué hace la diferencia? –pregunto.
–Los paramilitares –afirma sin titubear.
Según él, en Acandí los «paras» se encargan de impartir justicia, una mucha más severa y probable que la del Estado, así que mantienen el lugar en orden. A Carolina le aterra la idea de que los paras ya estén informados de nuestra llegada y que tengan sus ojos encima nuestro. Pacho y yo estamos más tranquilos, pues suponemos que no somos los únicos que descansamos en Semana Santa.
En cada esquina del centro hay locales con música a todo volumen y gente tomando cerveza. Lo mismo ocurre en los restaurantes al borde de la playa. En las calles transitan motos, carrozas y gente a pie. Es realmente difícil encontrar un lugar callado en donde almorzar, uno en el que el volumen de los picó nos deje hablar y nos permita saborear lo que estamos comiendo. Después de una semana, volvemos a probar carne roja. Todo tipo de pescado está agotado en el lugar, a pesar de que fuentes de agua dulce y de agua salada desembocan en sus tierras.
En la noche salimos a buscar tortugas. Caminamos la playa de un costado a otro, una y otra vez, nos sentamos en troncos en distintos puntos –inicio, centro, final–, recordamos los mejores momentos del viaje, en fin, hacemos tiempo, pero las tortugas no llegan. Nada que hacer: a veces la naturaleza es caprichosa. A media noche dejamos la playa al ver que algunas de las parejas y las familias de lugareños también lo hacen. Para nosotros es señal inequívoca de despedida, de que esta no será la noche.
Encontrar tortugas gigantes y verlas dejar sus huevos en la playa será, entonces, una razón para volver al pueblo algún día –y quizás la única–.