Por Santiago Alfaro
Es la medianoche de un frío día de abril y estoy sentado en la sala de mi apartamento. Acabo de leer la última página de la novela de Mary Shelley. Dejo el libro sobre la mesa, volteo a mirar por la ventana, veo el titilar de las luces de la ciudad y me genera una sensación de paz y sosiego.
Me detengo a pensar que hace muchos años en los viajes que hacía de forma continua a México, por trabajo, yo también conocí a Frankenstein. Este hecho cambió mi vida. Siempre viajaba los viernes para aprovechar y visitar, en Ciudad de México, los museos y el centro histórico de la metrópoli.
Por esa época, me quedaba en el hotel Sheraton, a una cuadra del Palacio de Bellas Artes y a veinte del Zócalo. Recuerdo que en una oportunidad, como de costumbre, me tomé un whisky en el bar del hotel e hice mi plan de visitas, que consistía en caminar desde mi hospedaje al centro histórico, visitar todos los museos de la zona y apreciar su arquitectura. Sabía que en el Palacio había una exposición itinerante de René Magritte que había promocionado el Instituto Cultural Mexicano. Deseaba volver a ver los murales que están pintados en sus paredes: Siqueiros, Tamayo y Rivera.
Desayuné temprano el sábado en el restaurante del hotel el Bocato di Cardinale y salí a realizar mi recorrido cultural. El sol estaba apagado y las nubes tomaban un tinte oscuro en el firmamento. Había una corriente fría que hacía agradable caminar. Pasé por las calles viejas de la ciudad; me encontré primero el edificio de la Torre Latinoamericana, luego fui encontrando algunas iglesias de la época de la Colonia, conventos que ahora eran instituciones públicas, hasta que llegué al Zócalo, que estaba atestado de gente. Había ventas ambulantes de baratijas y comidas, una bandera enorme de México ondeaba imponente en la mitad de aquella plaza, también había fotógrafos con cámaras Polaroid. Al frente estaba enclavada la catedral de la ciudad, a un lado quedaba el Instituto Botánico, el cual visité, los bellos jardines y sus fuentes. El verde por doquier me traía paz. Observé los murales de Diego Rivera en su edificación. De camino al hotel, tipo dos de la tarde, paré en el Palacio de Bellas Artes. Visité la exposición de Magritte; me detuve en la obra Los amantes. Me pareció enigmática. De ahí pasé a observar el mural La nueva democracia, de Siqueiros. Estaba sumido en la obra, me distraje y cuando volteé a mirar a mi lado me estremecí al ver a un monstruo.
El hombre medía más de dos metros, sus manos eran grandes y gruesas, sin mucho esfuerzo, aquel ogro podría alzar del cuello a una persona con una sola mano. Su nariz era una enorme masa amorfa que sobresalía de su cara, las órbitas de sus ojos parecían dos socavones hundidos en su rostro, su pelo lacio cubría su amplia frente. Tenía además una joroba que cargaba en su espalda. Sus zapatos eran más grandes que los de un payaso, podría calzar más de cincuenta. Su quijada bien podría confundirse con la de un animal. Vestía con un saco habano enorme, su pantalón era negro, con remiendos y algunos parches, y tenía una camisa blanca algo roída.
Quedé estupefacto. Dejé de ver las obras y me dediqué a observar a este fenómeno humano. Pensaba en cómo sería la vida de este ser, si tenía familia, amigos, algún grado de escolaridad. Si tenía una mujer. Qué clase de vida llevaba. Se encontraba cerca de mí y oía que respiraba con dificultad. Su respiración era ahogada, como la de un animal cuando va a morir; expulsaba el aire con un sonido que me hacía pensar que sus pulmones estaban llenos de flema, además tosía fuerte y en momentos su cara se tornaba roja.
Decidí seguirlo. Salió caminando hacia el café Tacuba y entró allí. Los meseros lo saludaron familiarmente con un “hola, Juanito”. Un niño de unos cinco años que estaba en una mesa gritó “¡llegó un monstruo!”. El padre lo regañó por imprudente. Las personas que estaban al lado donde eligió sentarse se levantaron y buscaron una mesa más alejada. La gente lo miraba y murmuraba. Llamé al mesero y le pregunté por él. Me dijo que iba todos los sábados en la tarde, se tomaba un café y se marchaba. Que lo único que sabían era que se llamaba Juan de Dios Ramírez.
Al rato, el hombre salió del café y se dirigió a una estación de buses. Salí detrás. No sabía por qué había decidido seguirlo. Todas las personas en la acera se cambiaban rápidamente de calle al verlo. Estábamos en el paradero y sacó una barra de chocolate de su bolsillo, la destapó y se la comió como si fuera un maní. Nos montamos en un bus destartalado y vi cómo la gente se corría y le hacía espacio. Algunos muchachos empezaron a decirle “Frankenstein, bájese del bus”, “German Monster”, “engendro, aborto del diablo”. Los insultos, que al inicio fueron una algarabía, se fueron apagando en el largo recorrido. Una hora y media después, nos bajamos del bus en un barrio muy pobre. El camino fue de veinte minutos por calles polvorientas. Algunas personas le alzaban la mano para saludarlo. Luego se detuvo en una casa y tocó la puerta; salió una pareja de indígenas de baja estatura a recibirlo. Parecían ser sus padres. Él se arrodillo y los abrazo. Ellos le dieron la bendición y entraron juntos a la casa.
Permanecí afuera en una esquina con mis preguntas sin resolver. No pude contener las lágrimas. Tomé un taxi y me fui para el hotel en silencio. Esa noche no logré conciliar el sueño. No dejaba de pensar en aquel monstruo y los dos pequeños indígenas que lo recibieron en ese rancho de bahareque y piso de tierra.
Al día siguiente, desayuné muy temprano y tomé el primer taxi que estaba aparcado frente al hotel. En el camino, pensé en cómo debía abordar a los dos indígenas para ganarme su confianza y para que me contaran la historia de ese pobre infeliz.
Ya sentado en la deteriorada sala de la vivienda de Juanito, tuve una larga conversación con los señores Ramírez, los humildes padres de Juanito. Me contaron que su hijo había tomado aquella apariencia debido a que durante el embarazo su madre había consumido el agua del acueducto del pueblo donde vivían, pero el líquido provenía de un río que estaba siendo contaminado en esa época por una multinacional de pesticidas. También me contaron que su embarazo había sido una tortura, lleno de dolores, mareos y desmayos que el curandero indígena no podía aliviar con sus brebajes y rezos.
El parto de esta pobre mujer de corta estatura, pelo negro lacio, ojos pequeños y tristes con arrugas que los circundan, pero que no le quitan la fiereza de su raza, lo recuerda como un castigo de su dios Quetzalcoatl. Ese día llegó a su rancho el chamán de la tribu acompañado de la partera. Hicieron rezos y llamados a la serpiente emplumada para que rescatara al bebé del enorme vientre abultado que no la había dejado levantarse de la cama durante los últimos dos meses de embarazo. La india chillaba mientras la partera le apretaba su barriga para que expulsara al bebé. La india estaba bañada en sudor y el chamán hacía ruido imitando al Quetzal, ave sagrada de los buenos augurios. En el rancho, se confundían los gemidos de dolor de la india con el uauauaua que emitía el chamán.
Después de una hora de sufrimiento, nació Juan de Dios. Salió del vientre bañado en sangre y en silencio, como pidiendo perdón por el dolor causado a su madre. Su cara estaba roja, lo cubrieron en una manta de lana bordada por las mujeres de la tribu. La madre quedó inconsciente, casi moribunda, luego de ese suplicio que la llevó en un momento a ver la muerte.
En aquel pueblo hubo muchos abortos, personas que quedaron ciegas, otras contrajeron enfermedades degenerativas y mortales. La empresa se vio obligada a indemnizar a los habitantes de Río Claro tras un largo litigio. Cuando les pregunté por el nombre de la compañía, casi se me cae al piso un vaso de agua que sostenía en la mano. Traté de disimular mi sorpresa lo que más pude, pero no fue fácil. El corazón parecía que se me iba a salir por la boca. Incluso empecé a ver borroso y creí que me iba a ir de bruces al suelo.
En el avión de regreso a mi país, iba preocupado por la información que había obtenido de los indígenas y su hijo. Pensaba en renunciar a la empresa y dedicarme a combatir esta clase de flagelos en el mundo, empezando con la Cooper International Fertilization (CIF).
El primer día, ya de retorno a la compañía en Colombia, apenas ingresé a las instalaciones de la Cooper, me dirigí a la oficina del gerente general. Estaba sentado en su escritorio y leía despreocupado el periódico. Cerré la puerta y me senté en frente de él. Se extrañó por mi actitud insolente, puso las gafas y el periódico sobre el escritorio y me recriminó por mis modales. Cuando acabó de hablar, le conté lo que había visto en México y de lo que me había enterado, haciendo énfasis en la gravedad del caso. En el momento en que terminé de hablar, su semblante se transformó, se fue desconfigurando su cara de perro bravo y me pareció que percibí en él cierta docilidad que jamás había mostrado, ya que posaba como un pequeño dios en la empresa. Me dijo que me tranquilizara, que la empresa estaba libre de cargos judiciales y que todo eso estaba cerrado: todas las personas habían sido indemnizadas y que hasta donde él sabía ya no había sobrevivientes de esa catástrofe ambiental. Me alertó que iba a llamar a la casa matriz para ponerlos en conocimiento de este hecho.
Yo me fui a mi cubículo con muchas inquietudes. Pensaba que mi jefe me había tratado con falsedad cuando le conté el caso, además lo noté preocupado y con interés de que le diera mayor detalle sobre lo que sabía.
A la semana siguiente, estaba sentado con dos gringos y tres alemanes en una fría sala de juntas, dando cada detalle de lo que había visto. Me preguntaron nombres, ubicación de la vivienda, deformidades de Juanito, cuáles eran las intenciones de los padres, y sí yo sabía de otros casos. Al final, cerraron la conversación con advertencias, que me sonaron a amenazas. Cuando se acababa la tarde, me pidieron que los acompañara a México para que los llevara al rancho donde residía el monstruo, ya que ellos pensaban ayudarlo. En ese momento, miré por la ventana cómo se alumbraba el cielo por los relámpagos que anunciaban una tormenta.
Salí asustado de ese sitio, con muchas dudas y me preguntaba sobre este departamento para el cual trabajaban estas personas que jamás había escuchado en los diecisiete años que llevaba en la compañía. Me repetía mentalmente ese nombre, “Departamento de Seguridad para la Estabilidad Corporativa”, la “DSEC”. Las preguntas que hice para conocer a fondo sus funciones fueron respondidas a secas por uno de los individuos: “Nuestras funciones son reservadas y son solo de conocimiento de la junta directiva”.
Al mes siguiente, me encontraba en México con uno de los alemanes de la reunión sostenida en Colombia y dos hombres que jamás había visto y que decían ser contratistas de seguridad de la compañía.
Ese día los llevé al rancho de Juanito, les presenté a los padres. El único que habló fue el alemán, quien los llenó de promesas económicas. Al final de la visita, los indígenas me dieron las gracias de una manera sentida. Los abracé y Juanito se nos unió. El alemán solo observaba la escena con un semblante que no dejaba traslucir ninguna emoción y los contratistas esbozaban una lánguida sonrisa y tenían miradas como las de los perros asesinos.
Esa tarde salimos del rancho con el sol a cuestas. Vi las calles oscuras, a pesar de los rayos solares que pegaban inclementes en esas casuchas mal armadas. Los perros nos ladraban con furia en la calle y el auto que nos esperaba lo veía muy lejos de ahí. En un momento, sentí un vacío en el estómago que me hizo estremecer. Antes de montarme al auto, volteé a mirar para la casa de los Ramírez, quienes se despedían agitando su mano.
Ya en Colombia, en mi apartamento veía en la televisión las noticias internacionales donde registraban el asesinato de la familia Ramírez. Desde un “carro fantasma” que pasó por la casa de los indígenas dispararon una ráfaga de metralleta, matando a los tres habitantes de la vivienda.
Apagué el televisor y saqué una botella de licor, bebí y lloré toda la noche. Se me venían a la cabeza las imágenes de ese último día; podía volver a sentir sus abrazos y retumbaban en mis oídos sus palabras de agradecimiento por haber llevado al alemán a su casa. Pensé en demandar a la Cooper y llevar el caso a los medios de comunicación.
Todavía con los efectos del licor en mi organismo, fui a ver al gerente general a su residencia. Se extrañó de verme a esas horas de la madrugada en la puerta de su casa. Tras calmar a su mujer, quien se levantó por los golpes que le di a la puerta para que me atendieran, se fue para su cuarto envuelta en una levantadora de lana; por un momento, me pareció que era una oveja despelucada.
El jefe me atendió en una pequeña mesa que tenía en un balcón de su apartamento. Le hablé de frente sobre la situación y lo que yo pensaba. No podía controlar mi rabia y empecé a gritar. Lo amenacé con denunciarlo en la policía a él y a todo ese departamento maquiavélico de “estabilidad para la corporación”. Después de tomar un sorbo de whisky de un vaso que ya estaba servido en la mesa, miró hacia la ciudad donde todavía se veía la iluminación de algunos edificios y me dijo: “Cálmese Munévar, no es para tanto, baje la voz. No nos conviene que nadie se dé cuenta de este pequeño incidente. Por el bien suyo, no vaya a hacer una tontería”. Luego de decir esto, me invitó a salir de su casa. Yo me levanté del asiento y empecé a sentir el frío de la madrugada en ese balcón. Antes de cerrar la puerta, mi jefe se despidió dándome la mano y me dijo con voz pausada y sosegada: “Piense en su familia, Munévar”.
Un par de meses después fui ascendido a gerente andino y pasé a ser nómina de la corporación internacional, ganando cuatro veces el salario que tenía en aquella época y accedí a los beneficios millonarios del cargo. El tiempo me ha ayudado a olvidar el nefasto suceso de la desaparición de Juanito y su familia. Ahora solo pienso en lograr las metas impuestas por la corporación y trato de no mirar atrás. A veces la consciencia me juega una mala pasada y me lleva a recordar, pero siempre un buen whisky me ayuda a olvidar.
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Imagen destacada: Testa Anatomica, de Filippo Balbi (1854)
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2 respuestas a “El día que conocí a Frankenstein ”
excelente
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Me gustó. Prosa con descripciones detalladas que involucran al lector en la historia.
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