Por Luz Helena Beltrán Gómez
Cuando alguno que se adora, o se quiere bien, se muere o se va por tiempo indefinido (esto no ocurre en el caso en que sea uno mismo quien se va), queda lo que en inglés llaman el aftermath y que en español no encuentro una palabra tan precisa para describirlo. Quedan, por ejemplo, recuerdos felices que se vuelven avinagrados con la certeza de que de inmediato se empiezan a borrar de la pordiosera memoria. Queda un dolor sordo casi insoportable en el esternón, que además de no irse, se agudiza de acuerdo con los picos emocionales de quien lo siente. Quedan todas las conversaciones tenidas y la angustia de imaginarse las que no se tuvieron. Quedan los ojos resecos, aunque lloren mares. Queda la claridad cortopunzante de que hay que vivir con la cojera de no tener cerca al extrañado.
A veces por masoquismo -y otras por genuino ahogo- uno abre la boca, deja salir un «ay» que es un estertor de espanto, dolor y resignación causado por la succión de un vacío entre el pecho y la espalda que se lleva la vida pero solo a medias.
Y luego los objetos. Ropa, cosas misceláneas que no cabían, herencias, libros, joyas, notas, fotos, lo que hay que donar, lo que se va a vender, lo que tiene instrucciones precisas y las cosas de las que hay que disponer a discreción. Al principio, el olor del ido es omnipresente y el rasguño al alma por sentir ese guiño de presencia es casi más duro que la mismísima víspera, que en realidad es lo peor de una despedida, si es que una despedida oficial nos es dada. Tiempo después, ese olor inconfundible se empieza a desvanecer, la ropa se lava, la mano piadosa del tiempo se lo va llevando, sea que las cosas se vayan físicamente o simplemente que se impregnen de otros aires.
Ocurre, en ocasiones, que uno rebuscando, por ejemplo, una bolsa de mercado reutilizable, agarra del fondo de los miles de bolsas una anaranjada y al abrirla el olor o los olores del diario del sujeto en comento -del jabón que compraba, del perfume que usaba, de lo que allí solía cargar en sus propios viajes al mercado- lo acuchilla a uno sin compasión. El dolor que parecía haberse calmado un poco se ceba con el cuerpo, la mente y el espíritu del que se quedó con los brazos vacíos. Vuelven a atormentar los abrazos no dados. Todo lo que fue y no fue muerde por igual.
Si el ido sigue vivo, pero lejos, uno con impúdica licencia lo llama, le escribe, lo saluda y, a veces, contra el propio buen juicio lo contagia de esa nostalgia profunda que uno no le desea a nadie. Si es familia, esa urgencia de saber del ido se puede camuflar en saludos decentes, debidos, normales -siempre que el «ay» del ahogo no se cuele en la conversación o que esta quede por escrito-. Si no es lo suficientemente cercano, este extrañar puede rayar con lo inapropiado, por lo que es mejor decírselo a las piedras, o a un árbol. Si, en cambio, el ido está muerto, sólo queda la opción de las piedras o del árbol. La gente espera que por un muerto o un ido se sufra intensamente y luego las arenas del olvido vayan ayudando. Y en general es así.
En ambos casos el tiempo y pensar que el querido ausente está mejor en otro sitio o en otro plano sirve casi siempre. Salvo cuando se abre la bolsa anaranjada y ese olor vuelve a tocarlo todo, o cuando las mariposas de la ciudad se empecinan en volver a migrar por las mismas calles de entonces trayendo consigo las viejas memorias y, mucho peor, los deseos que no se sabía que existían y que ya nunca se van a volver recuerdos.
Contrario a la regla general de que la práctica genera maestría, entre más despedidas tenga uno, menos hábil se vuelve para aguantarlas con cordura. Debería ser más fácil, después de tantos adioses, decir uno o varios más. Pero no, en vez de crear músculo, se desgasta el metal, y todo se vuelve agua.

Imagen destacada de Free-Photos en Pixabay.
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Me ha encantado este escrito, he amado la forma en que describe como se siente la ausencia de alguien que alguna vez significó mucho…
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