Faltaba mucho para que Virgil llegara a la cima de la montaña de arena y el oxígeno escaseaba. El aire era denso y por la alta concentración de agentes contaminantes, los ojos le ardían y las bocanadas de aire que entraban secaban la mucosa y le dificultaban tragar la saliva. Ya completaba siete horas de caminata, y quedaban pocas de sol. El astro era rojizo y cada vez se hacía más tenue. Le resultaba necesario llegar a la cima para recibir su luz y verlo morir desde el otro lado. Tomó un poco de más del agua que cargaba en su improvisado equipamiento, que se conformaba de una tetera hecha con el cuero de algún antiguo animal y que estaba atado a su cinto. Ya lo había intentado casi todos los días desde hacía casi seis meses, momento en que el Gobierno Central había decidido desactivar por intervalos el Gran Bloqueador de Gravedad (GBC).
En estos períodos de gravedad, algunos se arriesgaban a salir de “Las Madrigueras” hacia la superficie, y sentir la luz del sol. Desde el nivel central existían túneles oficiales, pero también, con el correr de los años, habían construido unos túneles hechizos por los cuales se accedía a la superficie terrestre. La principal razón para salir era la de alimentar de vitamina D sus pieles envejecidas.
Virgil había perdido a casi todas las personas cercanas a él, en uno de los grandes cortes de gravedad que no fueron anunciados y que sorprendió a mucha gente en la superficie. Entonces empezaron a flotar para no volver jamás. El mundo había cambiado desde entonces y la vida en las galerías subterráneas era casi la única posibilidad de sobrevivencia. El Gobierno Central anunciaba cortes y los sectores del planeta en los que se harían, pues existían partes en las que la gravedad nunca se restablecería.
Desde la montaña de arena y piedrecillas que Virgil intentaba ascender se veían nubes de cadáveres en las zonas de gravedad cero. Flotaban por meses mientras de manera lene los cuerpos se seguían elevando hasta que se incineraban al bordear la salida de la atmósfera. Esas personas se elevaron vivas y en el aire murieron de inanición. Chocaban unos con otros y se atacaban como animales salvajes, intentando saciar su instinto con un bocado de la poca carne de los demás. Una vez fallaban en su intento flotaban inertes. Estas zonas acumulaban tantos cadáveres que por tal razón, allí el Gobierno Central decidió acabar con la gravedad de manera definitiva. Sobre la superficie terrestre ya no había ningún vestigio de estructura creada por el hombre y nada podía desprenderse. Los animales tampoco escapaban a este flujo caprichoso de muerte. Algunas veces en que por fallas en el GBC se activó la gravedad en zonas donde los cuerpos flotaban en descomposición, se generó una crisis sanitaria de desmedidas proporciones, por cuanto fueron cayendo a la superficie terrestre y no hubo quién los sepultara. En el aire se iban disipando afuera de la atmósfera.
A partir del Sexto Colapso Mundial (SCM) se proscribió el uso de cualquier tecnología en la superficie terrestre que involucrara combustibles o energías no naturales, por lo que el monopolio tecnológico estaba reservado al Gobierno Central. Las fronteras desparecieron entonces, y la construcción y acceso a las catacumbas que albergaban a los humanos se había iniciado a través de un enorme hueco que se ubicaba en la frontera de lo que alguna vez fueron Rusia y Finlandia. A este le siguieron huecos en varios lugares del planeta que con los años terminaron interconectando las estructuras subterráneas.
Virgil, había coronado la cima de la montaña de arena rojiza. No sabía en qué parte del antiguo mundo estaba, pues desde el último colapso que solo dejó como supervivientes a unos miles de personas, la humanidad se había refundado. Solo se hablaba una lengua. Virgil podía estar en el desierto central de la antigua Australia, en Alice Springs, eso no importaba. Se sentó de cara al sol, que se veía como un plato rojo y lejano. Sus manos envejecidas recibían los rayos que no lograban consolar la ausencia. Unas lágrimas le caían de la cara sobre el antebrazo y se deslizaban como un trazado de venas. Tomó algo de agua. Pensaba en su escape. Ya ni siquiera la débil y lejana memoria lo ataba a ese mundo. Su sol era lo único que le quedaba de humano y llevaba meses enteros intentando sentirlo. Quiso pasar la noche en la montaña sabiendo lo que conllevaría. Se recostó en la arena, estaba decidido a quedarse. Se dio cuenta que no estaba preparado. No tenía que ser así, y luego de un par de horas de reposo, corrió montaña abajo y justo antes del amanecer alcanzo el hoyo por donde salió.
Cuando se activaba el GBC, se producía tal fuerza que resultaba imposible aferrarse a objeto alguno. Luego se estabilizaba, pero el polvo y la tierra quedaban flotando hasta que seguían su curso hacia el exterior de la atmósfera. Virgil pasó semanas en las madrigueras. No hablaba con nadie y solo comía una vez al día las barras de comida que se diseñaron por la Oficina de Alimentos de Gobierno Central (OAGC) para reemplazar los nutrientes de frutas, verduras y proteínas que ya no se producían. Ocupaba sus días, como los demás, al servicio de uno de los cuatro ejes sobre los que funcionaba el nuevo mundo: Moralidad, Ambiente y Salud, Seguridad, y Producción. Virgil colaboraba en el componente de Moralidad, y debía ayudar al control de natalidad, pues las reservas de oxígeno en las madrigueras eran limitadas, y de haber sobrepoblación, se debía activar el GBC incluso desde el interior en las zonas de alta densidad.
Virgil vestía de blanco como todos los del Comité de Moralidad. Intentó volver a la cima de la montaña algunas semanas después, pero su cuerpo estaba débil y fracasó en tres intentos. Todo el mundo envejecía prematuramente. Había muy pocos niños y los ancianos eran sacrificados. Virgil no podía pensar en nada diferente a su liberación. En tomar uno de los trajes que resistían la salida de la atmósfera y que se almacenaban en bodegas gigantes cerca de la superficie, a la desembocadura de los túneles. Para esto tendría que guardar tantas barras de comida como pudiera, así que comía una cada dos días. Esta idea le quitó definitivamente la posibilidad de sentir el sol en la piel por última vez. Las cuencas de sus ojos se habían pronunciado, y parecía una cara que se derretía. Nadie le preguntaba si estaba bien. Su cabello era largo y blanco. Tenía un bigotito corto y gris.
La noche en que Virgil se introdujo en el traje, el cielo estaba despejado. Reptó por el túnel mientras todos dormían, igual, no había centinelas. Nadie que le impidiera hacerlo. Luego de unos cuantos minutos llegó al depósito que se componía de una estructura metálica que tenía el piso de un grueso enmallado oxidado. Desde las barandas se veía un vestigio de lo que alguna vez pudieron ser construcciones, ahora bajo tierra. Al fondo, se perdía la cuenta del número de trajes colgados. Se acercó al primero de la fila. Tenía en su bolsa unas treinta barras de comida. Estiró la mano y tocó el traje solo con la yema de los dedos. Sintió su textura. Acercó la nariz y lo olió. Le evocaba la era tecnológica, esa época de prácticas proscritas. La sensación era extraña. Así estuvo unos pocos minutos. Sintió unos pasos a lo lejos, sobre la estructura metálica. No volteó la cabeza para mirar. Los sonidos de las pisadas se acentuaron y supo entonces que podían ser varias personas. La estructura oxidada crujía. Los pasos se detuvieron y el ruido murió. Volvió el silencio. Virgil estaba frente al primero de la interminable fila de trajes que se iluminaba cada diez metros más o menos. Miró hacia atrás. Estaban tres niños. Lo habían seguido. Todos ellos vestidos de blanco. Su piel era tan seca como la de un reptil. Tenían el cabello largo, debajo de los hombros.
Virgil se introdujo en el primero de los trajes. No había trajes para niños a la vista o si existían sería casi imposible encontrarlos. Una vez adentro, verificó que todos los cierres estuvieran enteramente sellados. Se movió con dificultad. Los niños lo seguían con la mirada. Avanzó lentamente, estaba agotado. Su cuerpo no respondía. El traje era muy pesado. Arrastrándose logró ubicarse cerca del agujero de salida. A esa hora debía haberse activado el GBC y estar en su fase inicial. Se agarró de los primeros peldaños de la escalera del túnel de salida. Luego de superar algunos, sintió el impulso de la fuerza de atracción y se dejó llevar. Ya en su traje, chocaba con las paredes del túnel. Miró hacia abajo. Los niños estaban en el centro del agujero de salida, Virgil llegó a la superficie. La arena flotaba en el aire y no veía nada, pero la antigravedad inicial era potente y en minutos superó gran parte del nimbo, como un avión que se eleva sobre las nubes con decisión.
La noche era limpia arriba, el firmamento estaba abierto como un planetario. Virgil se elevaba. Pasó por muchas nubes de cadáveres, en sus ojos llorosos se reflejaba la destrucción y el rostro de una era fracasada. Algunos todavía no eran cadáveres y agónicamente intentaban atraparlo. Así estuvo por varios días. Perdió el conocimiento varias veces al atravesar la atmósfera. El sol fue su faro, y esa luz, aunque tenue, le dio el sentido a tantos días sin día, a noches y brumas infinitas. El sol, solo el sol, que estaba en algún lugar, lo aguardaba.
Había gastado la mitad de las provisiones de alimentos. La tierra era una gran esfera azul en un escenario negro que se reflejaba en sus pupilas. La infinitud del universo era él mismo y estaba dentro de esta. El sol alimentaba sus ojos, ya no necesitaba nada más. El traje lo protegía de quien fuera su amigo y estaba listo. Por el compartimiento de escape, se deshizo de las raciones de comida que aún le quedaban. Agonizó en siete días y ocho noches, aunque ya no había días ni noches. Su cuerpo flota como una nuez envuelta en su cáscara, que cada vez se seca más. Abajo aquellos niños siguen mirando hacia el cielo por el frío agujero desde el que lo vieron salir. Sin ver nada.
Ilustración por Gisela Bohórquez