Colombia, Colonbia

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Cristóbal Colón,

Colombia.

Colón,

Colon:

«Porción del intestino grueso de los mamíferos, que empieza donde concluye el ciego, cuando este existe, y acaba donde comienza el recto.»

Cristobal Comienzodelrecto,

Comienzodelrectolandia,

Comienzodelrectolombia.

… que estaba loco. Eso me habían dicho. ¿Quería acabar con los nervios de todos? ¿Tenerlos pensando día y noche en lo que estaría haciendo en semejante infierno?». Bruno, allá te disparan desde las ventanas y ponen bombas y te matan por cualquier cosa; por una fruta o un coco, aunque crezcan en los árboles, al lado de las casas.» Eso me dijeron. Y mucho más. La familia. Los amigos. Mi mujer. Todo el tiempo que duró la preparación de mi viaje. Constantemente. Como una canción muy larga y muy monótona. Desde que en el periódico me dijeron lárgate a hacer ese reportaje. Algo sobre la política local, sobre las nuevas tendencias de izquierda en América Latina. Pero no cedí ante los insistentes reclamos. No en esta oportunidad (como cuando lo de esa guerra civil en África); aunque a veces cedo, renuncio, hago caso. Tomé la determinación de no dejarme asustar; de sólo prestar atención a lo que me había contado Thorsten acerca de ese país lejano con el que nunca había siquiera pensado en soñar,

(«No está mal»

«Es un poco sucio. Hay basura en las calles»

«La comida es rara. Mucho arroz. Arroz y papa con todas las comidas»

«Manejan peor que en Italia»

«No hay problema mientras te mantengas en una zona segura, cerca de la ciudad»)

y luego del tren y de un largo vuelo de más de diez horas (Frankfurt-Caracas-Bogotá), llegué al país.

La terminal del aeropuerto parece ridículamente pequeña. Cuando el avión finalmente carretea por la pista después de haber cruzado todo un océano, apenas si se adivina la torre de control con un viejísimo letrero encima: «El Dorado». Luego te bajas de la máquina y parece como si entraras a una nevera o salieras de casa a finales del otoño llevando la ropa de un día caliente de verano. Hay alguien ahí para acarrear tu maleta y ves entonces por primera vez a un auténtico latinoamericano. Nada que ver con las ilustraciones del indio Winnetou que venían en los libros de tu infancia.. Es pequeño y de piel más clara de lo que pensabas; sus rasgos han perdido ese cariz milenario que siempre has atribuido a los antiguos pobladores de la América. El taxista luce igual. Comienzas a caer en la cuenta de a dónde has llegado, a sacar las primeras conclusiones. Algo que tiene que ver con la identidad.

Ahí estaba yo. A media tarde, siendo conducido por una ancha avenida que se dirigía hacia las montañas. La noche anterior (o quizá antes, nunca se sabe después del cambio de horario) Thorsten me había anotado el nombre del hotel en un papel,

(“ Es caro y muy bueno.»

«Te atienden como a un rey»

«Deja que los del periódico lo paguen. Aprovecha los primeros días.»)

que le había mostrado a la mujer en la ventanilla del despacho de taxis; luego había convertido algunos euros en muchos billetes raros, de extraños colores y con muchos ceros.

Los separadores de la ancha avenida que va del aeropuerto al hotel están llenos de flores y, esporádicamente, se ven en ellos algunas grandes esculturas metálicas. Nada de frutas ni de cocos. Tampoco disparos. ¿Acaso han acordado una tregua por mi llegada? Al fondo se ven las montañas y encima un cielo color gris rata. Edificios de mil tamaños y formas se entremezclan con casas cuyos pisos superiores son un poco más grandes que los inferiores. Thorsten tenía razón en relación con el tráfico. Los italianos resultan mansas palomas. Poco antes de llegar al hotel hemos pasado frente a un cementerio sobre cuyo portal descansa una figura macabra: lleva un reloj de arena en una mano y una guadaña en la otra. He tenido tiempo suficiente para detallarla en medio del atasco. ¿Será un símbolo nacional?

Tres cuartos de hora después estuve instalado en mi habitación, con la ropa y los zapatos puestos, tendido en la cama, mirando hacia el techo, con la televisión encendida para habituarme a aquel idioma desconocido. Así como estaba, me llegaban los sonidos de la noche que avanzaba, los sonidos de la ciudad nocturna, noctámbula, dormida, casidormida, que empezaba treinta metros por debajo de mi habitación y no se detenía a lo largo y ancho de kilómetros y más kilómetros cuadrados y cúbicos. Los sonidos de las sirenas y de los camiones que recogían la basura se colaban en intervalos regulares por las ventanas cerradas del cuarto y me hacían pensar en Thorsten,

(«Recogen la basura tarde. Cuando duermes.»

«La ponen en canecas de latón que los encargados golpean contra el camión.»

«Si no estás acostumbrado no duermes.»

«Y también suenan sirenas todas las noches. Durante toda la noche. Cada media hora.»

«Ambulancias. Con las sirenas siempre encendidas. Sin causa aparente. Por deporte. Por afición.»)

a quien por un momento quise llamar; pero al mirar el reloj caí en la cuenta de que allá, en casa, sería muy tarde, una hora indebida para telefonear a alguien y decirle que tiene razón, que los camiones de basura y las ambulancias te roban el sueño o lo vuelven irregular, poco reconfortante.

Instalado ya en el hotel, cuando aparto un poco las cortinas de la ventana y miro hacia el centenar de luces que se extienden hasta donde alcanza la mirada, todo parece tranquilo. ¿Pero que ocurrirá más allá? Allá, donde ya no hay luces que titilan, quizá la calma de la noche se vea interrumpida regularmente por gritos de bocas que uno no puede ver, pero cuyo sonido trae a la mente aquel famoso cuadro de Munch. Es un país que grita. Grita con la boca muy abierta y las manos extendidas sobre los carrillos. Lo sé. Todo el mundo lo sabe, pero a pocos parece importarle Ahora también sé que los gritos tardan mucho tiempo en llegar hasta esta ciudad. Es un lugar tranquilo con millones de lucecitas encendidas. Eso lo saben pocos allá, en el lugar de donde vengo. A veces, imagino, de tarde en tarde, de noche en noche, también ella grita, la ciudad. Pero por lo pronto es imposible saber dónde se oculta el peligro, dónde mora, dónde espera agazapado para saltar sobre mi garganta. ¿A quién debo temer en este país?. Aún no lo sé. En Europa o en los Estados Unidos es fácil. Allí todos temen a los que llevan barba larga y un turbante. ¿Y aquí? Quizá a todos, a cualquiera, al que lleve pelo sobre la cabeza o zapatos en los pies. Tal vez sí se trata del lugar de las advertencias de mis amigos y parientes; de un país de terroristas, narcotraficantes, mafiosos, criminales, narco-terroristas, terror-mafiosos, mafio-terroristas, narco-criminales. Y de tratantes de armas y de blancas y de negras y de prostitutas y de niños blancos y negros. De sicarios, proxenetas, falsificadores, estafadores, ladrones, truhanes, rufianes, pillos, gamberros, bribones, granujas, escoria, basura y parias. Se lo preguntaré a alguien que sepa algo de alemán o de inglés. Mientras tanto tendré confiar en todos o en nadie. Desconfiar del que llevara puestos un par de zapatos o pelo sobre la cabeza. Confiar en el que llevara pelo sobre la cabeza y zapatos en los pies, aunque también lleve una barba larga y turbante sobre la cabeza.

A la mañana siguiente, luego del desayuno americano (huevos cocidos y blandos, tostadas crocantes, dulce mermelada de mora, margarina y dos tasas de café claro), decidí dar una vuelta. Era viernes. Mi contacto esperaba noticias mías el lunes. Para lo del reportaje. Para lo de las nuevas tendencias de la izquierda latinoamericana. Nada de trabajo hasta ese día. Ninguna prisa. Viernes, sábado y domingo de descanso y confort, con muchos billetes de cifras estrambóticas abultándome el bolsillo del pantalón y un cuarto lujoso en un hotel lujoso, esperándome la noche próxima y la siguiente. Thorsten me había dado una lista con el nombre de algunos lugares para pasar un buen rato y matar el tiempo,

(«No hay mucho que ver en el centro. Toma un taxi hasta el norte.»

«Hay restaurantes. Buenos.»

«Y whisky. Allá están locos por el whisky. Lo toman con cualquier pretexto. En las bodas. En las reuniones de trabajo. Es muy caro y aún así quieren beberlo en cualquier momento. Compran botellas que cuestan lo que gana un operador en una semana. Locos. Realmente locos por el whisky.»)

pero no me dio la gana de viajar en un taxi por entre aquel tráfico desquiciado, tampoco de tomar licor a esa hora de la mañana, así que me fui caminando por el andén, a lo largo de una avenida llena de gente y de humo que salía de los escapes de esos extraños artefactos, medio autobuses, medio carrozas de carnaval, que los peatones detenían en cualquier lugar, apenas estirando una mano o una pierna, y a los que subían para desaparecer.

Salgo del hotel y camino. La gente camina a mi lado y me nota. Irradia de mí la condición de extranjero, de extraño, de recién llegado; giran la cabeza a mi paso, y cuando ya nos separan diez o quince metros y yo he seguido con mi rumbo, ellos me siguen observando. Miran al extranjero, al extraño, y no ven lo que yo estoy mirando. No ven los altos edificios que, bien vistos, resultan demasiado bajos. Tampoco las avenidas rectas y anchas que, justamente consideradas, son sinuosas y estrechas. Pero lo peor es que sus ojos se han hecho indiferentes a la miseria que camina, a la que hiede, a la que arrastra los pies con la mano extendida y se acerca demasiado, e intimida con su caminar, con su hedor, con la mano que pide y que amenaza. Camino cien pasos y cuento quince o veinte despojos despojados de humanidad. Personas al margen -hombres, mujeres, niños, niñas, ancianos, ancianas, sanos, sanas, enfermos, enfermas-, por los que la gente que camina en los andenes de esta ciudad debería detener del todo su marcha y gritar, gritar con los ojos muy abiertos y la boca muy abierta y las manos rodeando la cara larga, muy larga, de desesperación y dolor, como en aquel famoso cuadro en el que he pensado dos veces en menos de veinticuatro horas.

Vi, apenas salí del hotel, una plaza de toros similar a las que había visto en España y la cúpula plateada de un planetario. Bordeé una chata iglesia de estilo colonial que parecía perdida entre dos avenidas. Pasé junto a aquel edificio alto que la noche anterior me había impresionado. Observé la mercancía exhibida en las vitrinas de los almacenes: discos, zapatos, ropa, sándwichs apilados uno encima del otro. Esquivé la mercancía que los vendedores tendían sobre los andenes: discos, libros, paraguas, juguetes de plástico, guantes, chaquetas, bufandas de lana. Dejé atrás las puertas de un teatro y de varios cines que anunciaban películas pornográficas. Llegué a una intersección en la que, en el suelo, se veían unos rieles huérfanos, estrechos, rodeados por edificios medianos que eran diferentes a todo lo que había visto hasta el momento, como traídos de otra ciudad y de otra época, en una máquina del tiempo. Seguí entonces el derrotero que me fijaban las torres de una catedral y fui a dar a una plaza grande, enmarcada por edificios de aspecto importante y salpicada con mierda de paloma.

Luego de una larga caminata llegas al corazón mismo de una nación. Al corazón sangrante en el que esperas encontrarte con centenares de personas vestidas de luto, manifestando su dolor, gritándolo en voz alta para que lo escuchen en los palacios que rodean la plaza y lo escuche también el resto del mundo. Pero encuentras que el corazón sangrante parece el apacible centro de un pueblo dormido después del mercado del domingo. Nadie viene, no vienen, están en otro lado: caminando por las calles hacia sus oficinas, hacia sus hogares, hacia aquellos extraños autobuses de los que suben y bajan, observando a uno de los pocos extranjeros que caminan por sus andenes, ignorando a los menesterosos que imploran y amenazan. No vienen a esta plaza. No están, y en su ausencia olvidan. ¿Qué olvidan? Una guerra de la que todos son sobrevivientes. Mis ojos sólo ven sobrevivientes de una guerra en la que todos son víctimas y victimarios. Se refugian en la ciudad y mientras tanto olvidan que el resto del país grita. Están asilados, refugiados, huyendo de su propia conciencia que remuerde porque ha querido gritar y no grita.

Me quedé unos veinte minutos ahí, parado, viendo los edificios que rodean la plaza. Luego caminé hacia uno de sus extremos y tomé hacia arriba, hacia la montaña. Thorsten me había dicho algo acerca del barrio aquel,

(» Todavía quedan algunas casas viejas. Construidas por los españoles.»

«No muchas.»

«Algunas nada más».)

y lo recorrí con desgana, sin poner mucho cuidado, sin asombrarme demasiado. Cuando los pies empezaron a dolerme, busqué un lugar para sentarme y encontré un café que funcionaba en un antiguo vagón de tren, puesto sobre unos metros de riel en un parqueadero. Pedí un té helado, saqué la agenda del bolsillo del interior de la chaqueta y escribí:

Allá, en mi país, me tildaron de loco. ¿Qué quería? ¿Acabar con los nervios de todos, tenerlos pensando todo el día y toda la noche en lo que estaría haciendo en semejante infierno? «Allá. te disparan desde las ventanas, y ponen bombas y te matan por cualquier cosa; por una fruta o un coco, aunque crezcan en los árboles, al lado de las casas.», me dijeron.

Pero mentían. Aquí no pasa nada, nunca pasa nada. Colombia, Colonbia: «Porción del intestino grueso del mundo, que empieza donde concluye el bien, cuando este existe, y acaba donde comienza el mal.» La porción del intestino grueso del mundo, que empieza donde concluye la acción, cuando ésta existe, y acaba donde comienza la inacción. La porción del intestino grueso del mundo que empieza donde concluye la ternura, cuando existe, y termina donde comienza la brutalidad. No pasa nada, nunca pasará nada. Así pasa. Así son.

Y con eso terminé de escribir y empecé, también yo, a olvidar las últimas cuarenta y ocho horas. De repente me sentí parte de aquella ciudad. De ahora en adelante, como antes, confiaría tan solo en todos y en nadie.

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