Era uno de esos primeros días de septiembre que se despiden del verano, en los que la vida es más bonita y los colores de los árboles parecen explotar entre una paleta de rojos y tonos tierra. De esos en los que salir en bicicleta a hacer vueltas es más gusto que deber. Yo tenía un examen de idiomas en un edificio detrás de la estación del tren, así que parqueé mi bicicleta en frente y caminé a través de ella.
Normalmente cuando camino sueño despierta, pero esta vez el escuchar un “¡Tú tienes que ser italiana!”, en un alemán chapoteado, me sacó de golpe de mis pensamientos y me asustó. Sonreí y seguí caminando, pero sentí que alguien caminaba a mi lado. “Tengo que hablar contigo”, siguió, así que sin esperar nada realmente volteé a mirarlo. Él tenía una guitarra cruzada en la espalda, ojos grandes y expresivos, barba de tres días y aspecto mediterráneo. Su presencia me dio tranquilidad –tranquilidad y curiosidad–, así que empezamos a conversar mientras yo seguía caminando. Cambiamos de alemán a inglés para entendernos mejor.
Era un griego de más de treinta años, con un par de canas que le lucían y una sonrisa preciosa. “Vivo con mi novio”, le dije, tal vez porque el instinto de conservación me recordaba que era importante limitar la charla. Él siguió la conversación y sin darme cuenta, entre chiste y chanza, ya estábamos en el instituto de idiomas, exactamente en la entrada del salón para el examen. Al despedirse me invitó a un café y me pidió el teléfono. Me despedí y no acepté ni lo uno ni lo otro. Entré al salón, me senté y, ¡oh sorpresa!, el griego se sentó a mi lado. El supervisor del examen le pidió que se fuera, él tomó mi esfero, escribió una nota en mi cuaderno y se fue. Me sentí halagada, me reí sola y pensé: “Hasta de pronto un día lo llamo y me tomo un café con él”. Pero el otoño ahondó, los colores se opacaron, los días se enfriaron y me olvidé del asunto, dando paso a un invierno gris, lluvioso y denso.
Debía ser un día de febrero, luego de una larga jornada de trabajo yo estaba esperando mi tren en la estación central –la misma en donde lo conocí– y para quemar tiempo entré a una tienda de libros. A la salida alguien le pidió monedas al señor parado junto a mí, el que pedía se volteó en mi dirección, y yo evadiendo la mirada me crucé con esos ojos y lo reconocí de inmediato: era él, tan cambiado, tan entristecido y tan frío cómo el invierno que estábamos viviendo; él, quien me sacó risas de esas que solo tengo para conocidos y me hizo extrañar tiempos más poéticos y espontáneos de mi vida. Sentí cómo el color se me escapaba. Él también me reconoció, y vio la sorpresa asustada en mi expresión, me evadió y, sin saber qué hacer, me fui a tomar el tren.
“Es común”, fue lo primero que pensé. “A veces la gente necesita monedas para el tiquete del bus”. Otras hipótesis más pasaron por mi cabeza mientras hacía el recorrido en tren hasta mi casa: “Es invierno, y ¿quién no se ve miserable con este clima?”, “¿La crisis griega lo tendrá aquí?”,“¿será que es profesor de guitarra y no tiene clientes?”. Lastimosamente la mayoría de las posibilidades apuntaban a una mala racha, así que para alivianar la mente lo olvidé.
Con la llegada de la primavera, saqué mi bicicleta del sótano, me quité tanta ropa innecesaria que tenía encima y empecé a revivir hormonas, a emocionarme con la primera orquídea en mi casa y con esos verdes volviendo a tomarse lo que les pertenece. Los alemanes llaman Frühlingsgefühle a los efectos que tiene el despertar de la primavera en nosotros, cuando se despercude el letargo y queremos sol, calor, contacto humano y sentir más piel.
En un día de esa euforia primaveral salí en bicicleta, pasé cerca a la estación de trenes, y mientras me acercaba a una esquina con semáforo en rojo, desaceleré. Entonces vi en la acera a un mendigo pidiendo ayuda a un grupo de mujeres jóvenes. Tenía una chaqueta verde militar de invierno –roída– y barba desaliñada, fueron unos veinte segundos de curiosidad –o morbosidad–, pues son pocos los que piden dinero en las calles de Düsseldorf, hasta que reconocí los ojos del griego que me hizo reír. Pensé que ya no le pertenecían y que esa boca con sonrisa pícara estaba siendo usada por alguien más –como el titiritero en ¿Quiéres ser John Malkovich?– vi a un impostor y el corazón me dolió. Yo, que no sé cómo disimular, lo miré fijamente con asombro e impotencia, y toda la tristeza del mundo se embotó en esa mirada. Él me miró y en nuestra relación de espejos, en la que el comportamiento del uno refleja al otro, quedó petrificado.
Para él yo era un recuerdo de su verano, de cuando el sol brillaba y la vida estaba cargada de esperanzas en tierras nuevas. Pero también era la humillación de recordarle su propio deterioro. Fue agobiante. Sentía vergüenza de mi privilegio, sentía dolor de ese café que no acepté, de esa llamada que nunca hice, de esa moneda que no le dí, de ese sistema que lo estaba aplastando como a una hormiga mal parada, sentía vergüenza de mi propia impotencia. “¿Qué decirle ahora? Y si lo invito a un café hoy, ¿mañana qué?», pensé. “No, no lo puedo llevar a mi casa como a un gato. Él tampoco puede aceptar perder lo poco que le queda de orgullo –sus recuerdos– a cambio de mejoras marginales”. Yo quedé con la mirada fija –choqueada– esperando un gesto para acercarme, pero él volteó la mirada y siguió su rumbo, así que pedaleé pensando que tal vez el karma no siempre balancea al mundo, y que –desgraciadamente– a algunos el invierno emocional les dura todo el año.
Decidí volver a Colombia y dejar Alemania en el siguiente invierno, cuando la lluvia, el cielo gris y la melancolia se toman el alma. Sentí que parte de cerrar ese ciclo era volver a ver a ese hombre al que la vida le jugó una mala pasada y pensé que el destino me debía dar la revancha, que iba a poder tomarme un café con él o invitarlo a comer.
Un día que caminaba por la estación lo vi. Caminé hacia él –hacía él y las personas a las que les estaba pidiendo dinero–, lo miré, esta vez con una sonrisa, pero fue él quien no me vió. O quien me vió sin mirarme, quien ya no me reconoció, quien sumido en su transparencia, deshumanizado, no pensó que yo valiera una sonrisa, y esta vez fui yo quien fue invisible para él.
Texto por Andrea Gonella, foto por @helenlovestulips.