El sabor de la ceniza

Nunca había oído hablar de Bocas de Ceniza hasta que fui a Barranquilla la semana del 23 de octubre de 2015. Trabajé un par de días en la ciudad y decidí quedarme el fin de semana para recorrerla un poco. Indagué acerca de qué hacer con residentes, amigos y páginas de internet, y todos coincidieron en lo mismo: de acuerdo con el tipo de viaje que me gusta, el mejor lugar para visitar era Bocas de Ceniza. Allí podría ver al río Magdalena encontrarse con el mar Caribe, montar en pequeños trenes acondicionados para el turismo y hablar con pescadores acerca de su arte. También era evidente que me podría divertir haciendo fotos. Así que decidí ir.

El lugar me gustó e impactó tanto que incluso me dio material suficiente para escribir mi primer texto que combina narración visual y escrita. Hasta ahora me había concentrado en contar historias de viaje por medio de la luz, las cuales había publicado en álbumes de Facebook. Este escrito visual es, entonces, el resultado de un viaje desprevenido y espontáneo a Bocas de Ceniza, y está pensado para leerse/verse de principio a fin, de la imagen y el texto 1 al 19, pero también es posible navegarlo en desorden, siguiendo las historias detrás de las fotografías que más le llamen la atención, pues cuenta una historia del lugar, su gente y la experiencia del viajero por medio de fragmentos temáticos que toman sentido completo al observase, al final, en conjunto.

1.

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Bocas de Ceniza es el punto en donde el río Magdalena desemboca en el mar Caribe, sobre la costa atlántica colombiana. El lugar debe su nombre al color cenizo que tiñe las aguas azules del mar al juntarse con el fluido gris del río. La fusión entre las aguas es suave y tranquila, debido a la construcción de dos tajamares* en la década de 1930 que encauzan el río en el mar. Sobre la superficie del canal artificial occidental se construyó una vía férrea que en el pasado sirvió para transportar materiales y trabajadores, y que hoy en día moviliza turistas y pobladores de la zona.

  • Tajamar: “Parte de un apoyo o pila de un puente para cortar el agua y disminuir su empuje” (www.rae.es). Imagen capturada de Google Earth.

2.

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La opción más económica para llegar a Bocas de Ceniza es tomar un bicitaxi o un mototaxi en el barrio Las Flores, en el costado norte de Barranquilla. Ninguno de los dos cuesta más de $2.000 pesos ni tarda más de 10 minutos. Me subo en un bicitaxi porque lo considero más autóctono y tiene su propio picó*, instalado en el techo del vehículo, entre las cabezas del conductor y los pasajeros. En el camino suena «La Espelucá» y «Bandida». El conductor canta los coros de las canciones y pedalea al ritmo de la champeta, género musical tradicional de la costa caribe de Colombia.

«Hoy está tranquilo porque son elecciones», me explica. Le pregunto si es verdad que en la costa los políticos compran muchos votos. Él se ríe. Me dice que por un voto pueden pagar hasta $120.000 pesos, un precio que debe ser tentador para aquellos que tienen que trabajar por más de una semana para hacer esa plata. “¿Usted va a votar hoy?”, le pregunto. “No. Tengo la cédula inscrita en otro lado”, responde. El conductor me cuenta que trabajará hasta las 6 de la tarde para que valga la pena haber salido. Al fondo, en el costado derecho de la vía de arena, aparecen los trenes tradicionales del lugar.

*Bafle, en la costa caribe colombiana.

3.

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La comunidad local se ingenió estos trenes para recorrer los 12 kilómetros que los separan del extremo norte del tajamar, en donde está en sentido estricto Bocas de Ceniza, es decir, el encuentro del río y el mar. En temporada alta se pueden encontrar hasta 6 vagones prestando el servicio de transporte, pero hoy apenas hay 3 funcionando. Los trenes van por una vía férrea oxidada e irregular, y son tirados por motores de 12 caballos de fuerza. El servicio se presta de 8 de la mañana a 5 de la tarde, y tiene un costo de $10.000 pesos, por los trayectos de ida y vuelta.

4.

Al llegar al punto de partida de los trenes solo encuentro a tres viajeros más. El conductor del tren que está más adelante se niega a partir de una vez, pues dice que necesita más pasajeros; al tren le caben hasta 15 ó 16 personas. Esperamos otro rato pero nadie llega. Entonces el conductor del segundo tren dice que él sí parte ya. Quitan de la carrilera el primer tren y, cuando están terminando de ubicar el segundo, llegan tres automóviles llenos de gente. Ahora somos un grupo de trece personas y arrancamos de inmediato.

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Somos un grupo mixto, con un par de personas jóvenes y muchos adultos mayores, quienes están emocionados con el lugar. Más tarde nos encontraremos de nuevo al primer conductor con su tren a medio llenar, parando en diferentes estaciones, con la esperanza de que personas y familias que llegan en carro a almorzar tomen su transporte hasta bien adentro del tajamar. Como dice el adagio popular, “más vale pájaro en mano que cien volando”.

5.

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Soy el primero que se monta al vagón del tren. Tomo el puesto más alejado en el costado izquierdo para tener la vista libre y tomar fotos durante el trayecto. Al frente mío se sienta una pareja que está pronta a tener un hijo. Ambos son de Medellín, y vinieron a Barranquilla a pasar el fin de semana. La mujer embarazada le pregunta al conductor si el viaje es seguro; él afirma con un gesto de indiferencia. “El tren va a un máximo de 15 km”, le explica. Pese a la lentitud del tren, el viaje es agradable; la brisa golpea fresca y suave contra tu cara y el paisaje es ligeramente cambiante, con árboles que aparecen y desaparecen a tu izquierda y buques que atraviesan el río a tu derecha. El tren vibra suavemente al andar, sin saltos ni frenadas abruptas, con un paso que incluso llega a ser acogedor. Ya estoy maravillado con el lugar. Una pasajera comenta que algunas veces el tren se descarrila y al conductor le toca, con ayuda de los pasajeros, echárselo al hombre y ponerlo de nuevo en su lugar. La mujer embarazada mira asustada a su esposo. El conductor, quien la observa, intenta tranquilizarla al decirle que eso casi no ocurre. Y, al menos por esta vez, el viaje transcurre sin percances.

6.

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Bocas de Ceniza, encuentro de dos mundos opuestos. A la izquierda el Caribe, un mar abierto tropical del océano Atlántico, y a la derecha el río Magdalena, la principal arteria fluvial de Colombia. El uno azul y salado, el otro gris y dulce; el uno que espera, el otro que se va. Masa y corriente de aguas separadas por un canal artificial, largo y estrecho, que es atravesado de sur a norte por una antigua y olvidada vía férrea.

7.

Primera parada del tren. Zona de restaurantes. Algunos pasajeros se bajan para comprar algo de beber o ir al baño. Los restaurantes están a la izquierda de la carrilera, por fuera de la foto; la comida se ve sabrosa y los lugares acogedores. La música suena a todo taco. ♫ Del caribe aflora/Bella, encantadora/Con mar y río/Una gran sociedad♫, canta el Joe, desde un picó. ♫ En Barranquilla me quedo/en la arenosa me quedo♫. Y ahora entiendo que en verdad el Joe tenía sus razones. La pequeña cabaña con grafitis que se ve a mano derecha es el baño. Al entrar allí se genera una sensación extraña, pues no todos los días se orina en el aire ni directamente sobre principal río de país.

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Entre las dos cabañas aparece un buque, rumbo al mar. Durante mi estadía pude observar otros tantos, entrando y saliendo del río Magdalena. No en vano el puerto de Barranquilla es el cuarto más importante del país, sólo superado por los puertos de Cartagena y Santa Marta, en la costa caribe, y por el de Buenaventura, en el pacífico. Al puerto de Barranquilla llegan buques con un calado de máximo 30 pies, que son grandes pero no lo suficiente para compararse con los que llegan a Cartagena y Santa Marta, cuyos puertos pueden recibir buques de hasta 45 y 60 pies de calado, respectivamente.

Aunque el puerto ha impulsado el desarrollo de la ciudad, el acceso de los buques a Barranquilla por medio de Bocas de Ceniza ha generado altos costos económicos y ambientales para sus habitantes y el país. Económicos porque se debe invertir grandes recursos para dragar permanentemente la desembocadura del río –cuya responsabilidad está a cargo del gobierno nacional–, y ambientales porque la sedimentación llevada al mar ha terminado por deteriorar las playas cercanas, que hoy en día representan en la zona un atractivo turístico menor. Estos problemas se hubieran podido evitar si en el pasado se hubiera dejado a Puerto Colombia como puerto alterno de Barranquilla; esta opción era ideal no solo por la cercanía de Puerto Colombia a Barranquilla, sino también porque es una bahía natural, cuyas necesidades y costos de dragado serían menores. Así de paso se le hubiera dado una oportunidad a este municipio hermano, que hoy en día ve con nostalgia cómo la arenosa lo deja rezagado en la ruta del progreso.

8.

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Hasta aquí nos trajo el tren. A partir de este punto hay que caminar para llegar al extremo norte del tajamar. Durante el trayecto se veían principalmente algunos restaurantes; en esta zona, mucho más estrecha y maltrecha que la anterior, empiezan a abundar casas de pescadores.

«Aquí los voy a esperar 40 minutos», dice el conductor del tren cuando nos bajamos. «Guarden el boleto que les di, por si quieren devolverse más tarde en otro tren», agrega. Busco el boleto entre mis bolsillos hasta que lo encuentro. Tengo claro que en este lugar voy a permanecer un par de horas.

El calor del medio día agudiza mi sed. Me dirijo a una pequeña tienda que queda al lado de la estatua de la virgen, que se alza al final de la carrilera del tren. «¿Qué tiene de tomar?», le pregunto al vendedor. Y él responde algo inesperado y magnífico para un caluroso domingo de elecciones: «Cerveza bien fría».

–¡Deme una! –respondo sin dudarlo.

–¿Águila light o negra? –pregunta.

–Negra –digo, asumiendo que el negro se debe al color del envase y no al tipo de cerveza. Y así es. La bebida sigue siendo la misma cerveza dorada que se bebe en Bogotá, pero aquí se siente mucho más sabrosa y refrescante en razón al calor y la humedad del lugar.

La venta de licor en Bocas de Ceniza me parece un acto lleno de simbolismo; para mí representa algo bastante evidente para el visitante –y todavía más para el residente–: la ausencia rotunda del Estado. Si la autoridad no llega al lugar para proveer los servicios básicos que la población necesita, mucho menos va a estar para hacer cumplir la prohibición de venta de licor en día de elecciones.

9.

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Ellos son los primeros pescadores con quienes me encuentro en el camino. Están alistando sus instrumentos de pesca para salir de faena más tarde, cuando las condiciones del día mejoren. Por ahora hace mucho calor y la brisa es escasa. El pescador de rojo vive allí, en el tajamar, en tanto que el otro reside en Barranquilla pero viene aquí a trabajar con frecuencia.

En Bocas de Ceniza se puede pescar chivo, róbalo, pargo, jurel y sábalo, entre otras especies. Me cuentan que como carnada utilizan los peces pequeños que cogen con las redes o incluso los cangrejos que abundan en la zona. “La carnada viva funciona muy bien”, me explican, refiriéndose a los cangrejos que usan y que mueven sus patas en medio del mar antes de ser picados por los peces. En Bocas de Ceniza también se puede pescar sobre el río Magdalena, pero generalmente resulta muy complicado, debido a la gran cantidad de basura y ramas que traen sus aguas oscuras.

Mientras conversamos, el pescador local peina los señuelos de pesca y los organiza sobre una de las paredes de madera de su casa. Me dice que él mismo los hace, con forma de peces pequeños y plumas de gallo, las cuales pinta con diferentes colores. Le pregunto si el color del señuelo afecta la pesca. Me explica que no. «He visto que a algunos pescadores les va bien con el señuelo rojo, pero a mí me gusta más el amarillo», dice.

10.

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La pesca con cometa es otra modalidad típica de captura en Bocas de Ceniza. El uso de cometas permite que la carnada llegue mucho más lejos de lo que sería si se usara una caña de pescar. Con las cometas se puede llegar a 40 ó 50 metros adentro del mar, mientras que con las cañas se alcanzan sólo 10 ó 20 metros. Al pescador de la foto le pido el favor de que me muestre cómo usa la cometa, pero me dice que no es posible hacerlo en el momento.

–Para pescar con cometa necesito que esté ventiando fuerte hacia el mar –me explica–. Ahora está ventiando con dirección al río.

–¿Cómo lo sabe? –le pregunto, incrédulo.

–Vea hacia donde se mueve la bandera –me dice, y señala con su mano izquierda la bandera de Colombia que tiene izada en la entrada de su casa.

Es verdad lo que dice, me lo confirma la bandera. «¿Será que más tarde puedo ver cómo pesca con cometa?», insisto. El pescador dice que ve la cosa difícil, pues hoy –al igual que en los días anteriores– ha habido poca brisa. «Pero yo tengo un video en Youtube en donde enseño a pescar con cometa», me dice. «Véalo». Me sorprende un poco su alternativa, y unas horas después, en el hostal, aquel hombre –en el mismo lugar en el que estamos hablando y con un día igual de despejado pero con mucha más brisa– me mostrará cómo cuelga los anzuelos e inserta las carnadas para llegar más adentro del mar con las cometas. Descúbralo usted también:

11.

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No todo el que pesca en Bocas de Ceniza vive de ello. Aquí también se encuentran aficionados, algunos de los cuales van todos los fines de semana a pescar. Este hombre es un paisa que está de paso por Barranquilla. Lo acompañan dos amigos quienes, en la sombra, ya un poco aburridos por la espera, se burlan de él porque no ha cogido nada. «La cosa está tranquila hoy», se justifica. Cuando dejo el lugar él todavía sigue en ceros.

12.

Tras media hora de camino llego a la punta del tajamar. Al igual que durante el trayecto –arenoso al comienzo, rocoso al final–, aquí hay gente pescando. Me quedo observando al hombre que está sentado sobre la última roca. La tranquilidad con que pesca y mueve la caña con su muñeca derecha, de arriba a abajo, me absorbe por completo. Noto que pescar es también una forma de meditación, un camino para calmar la mente al concentrase fijamente en algo. Pienso que valdría la pena intentarlo alguna vez, y que incluso podría llegar a ser un buen ejercicio para el manejo de la impaciencia, cosa que no me vendría nada mal. Me paro junto al pescador y observo en el horizonte, por fin, la fusión entre las aguas del río y las del mar. Bocas de Ceniza me recuerda el encuentro maravilloso entre el río Amazonas y el río Negro, en el norte de Brasil, y por un momento logro sentir de nuevo el aire fresco del lugar y oír el ruido del motor del barco de carga por el que navegué sus aguas durante algunos días, por esta misma época en el 2011.

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El joven barranquillero con la pantaloneta de colores me acompañó durante el camino. Dice que viene con frecuencia a Bocas de Ceniza, y que le encanta atrapar cangrejos y culebras. «Los pongo en una pecera que tengo en casa», me explica. Entonces se agacha y recoge unas piedras del camino. “¿Ves ese cangrejo de allá?”, me dice, indicando un punto contra el río. “Sí”, respondo. “A ese me lo voy a llevar”, dice. Y lanza una, dos, tres piedras pero afortunadamente no da en el blanco. Al sentir el golpe de las piedras, el cangrejo se esconde con agilidad entre la vegetación del lugar. “Mierda”, se lamenta el muchacho. A pesar de mi molestia, callo. No quiero pasar como el bogotano entrometido que viene a «civilizar» a los locales.

13.

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En el camino de regreso paro a descansar en la sombra de esta casa que ofrece mecato y bebidas para el viajero. Me siento en una silla Rimax, un poco destartalada. Hay tres hombres descansando, dos a mi izquierda y otro enfrente mío. Están tomando aguardiente. Me antojo de un trago y pido una cerveza bien fría. Se siente agradable lejos del sol y con una cerveza en la mano.

14.

Los hombres me cuentan que también son pescadores y que más tarde saldrán a buscar algo. Están esperando a que baje un poco el sol. Aunque en esta zona norte no hay árboles ni tiendas que los protejan del «mono», me explican que después de las 4 de la tarde algunas de las rocas proyectan sombras bajo las cuales se pueden sentar a trabajar. Hay pescadores que prefieren salir con la luz del día, y otros que prefieren hacerlo en la noche. A ellos les gusta el silencio de la oscuridad. Dicen que es tranquilizador sentarse a observar el oleaje del mar y a escuchar el silbido del viento al cruzar.

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Hace calor, hace bochorno, hace pereza. El pescador en la silla se mueve de un lado a otro buscando encontrar una posición cómoda. Se coge la cabeza, se sube la camiseta, acomoda la almohada. No se halla. «Tómate un trago», le dice su amigo, el que está al lado mío. El hombre se sienta, y bebe un sorbo de aguardiente de la botella. «A ver si así me repongo», dice. Me cuenta que ayer hubo fiesta hasta las 2, y que vino gente de Las Flores, incluyendo algunos de sus familiares. Me ofrecen un trago y bebo con ellos.

15.

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Llego a la casa de otro pescador en el momento justo en que está limpiando el róbalo que va a preparar para el almuerzo. Lo hace al frente de su casa sobre una mesa de madera, con un cuchillo corto pero afilado, y lanza las tripas contra las piedras del tajamar, de donde los cangrejos se las comerán o las olas del mar terminarán por tragarse. Generalmente se come el pescado frito, guisado o en sancocho. Lo cocina en leña o estufa de gasolina, dependiendo del tiempo que quiera gastar. Le pregunto cómo lo hará hoy. «En estufa, porque tengo hambre», responde sonriendo, con cierta picardía. Echa el pescado en una olla gastada y quemada por la leña, y lo lava con agua del río, usando sus dos manos. Luego la bota, echa agua cristalina de un jarrón y pone la olla en el fogón. «Me lo voy a comer con arroz y patacón», me dice. Entonces me despido y sigo mi camino. Yo también tengo hambre y voy en busca de un pescado, ojalá frito y acompañado con patacones y sopa de sancocho. Mi favorita.

16.

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Los pobladores del tajamar están sumidos en la pobreza. Una pobreza que se hace notar por todas partes. Se ve hablando por medio de las precarias condiciones de las viviendas de madera, sin pisos ni servicios públicos; por medio de la basura que está tirada en entre las rocas, cuya vegetación esporádica la absorbe y la vuelve parte del paisaje; por medio de la dieta basada en pescado y maduro, que es lo único que con cierta seguridad se dispone en la zona; en fin, la pobreza se ve por doquier, por donde sea que se mire.

17.

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Andrés de la Ossa, 73 años, habitantes del tajamar. Llegó hace años en compañía de algunos amigos, y se ubicó inicialmente en el norte del canal. “Ya ellos se fueron, yo me quedé”, dice. Al igual que los demás residentes, vive de la pesca; cuando está libre arregla la lancha, habla con los vecinos, va de compras al barrio Las Flores. Vive tranquilo, fresco, en paz. “No ha habido problema aquí de nada, ni que el mar se haya rebotado, ni nada, todo está normal”. Anda sin camisa, fumando, rodeado por sus perros. Se le ve cómodo en su casa de madera, en su cama sin sábanas, vistiendo sus sandalias desiguales. El futuro le es incierto, no sabe qué va a pasar. “Y esperando a ver si nos echan o nos dejan, no sabemos todavía”, dice, al hablar de los planes del gobierno y de las presuntas compañías que vendrán con planes de expandir el puerto.

Esta y otras historias del Bocas de Ceniza las puede conocer a través de la crónica de César García “Los Olvidados”, para periódico El Heraldo de Barranquilla.

18.

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Lastimosamente es hora de partir. Ya son las 4 y no quiero que se me haga demasiado tarde. Todavía me hace falta volver al barrio Las Flores y tomar un bus que me lleve a Barranquilla. Regreso al punto de inicio de mi caminata –aquel lugar en donde está la virgen y la pequeña tienda–, con tan mala suerte que el tren parte justo antes de que yo llegue. Lo veo volverse cada vez más pequeño en la distancia. Tomo el asunto con calma. Me siento en la sombra. Pido otra cerveza. «Águila negra», le aclaro al vendedor. Él la saca de una nevera de icopor que tiene mucho hielo. «Son tres barras», me dice, al entregármela.

Mientras espero que pase el siguiente tren, me pongo a revisar las fotos que he tomado durante el día. Desde este momento quedo maravillado con aquella que captura las manos del pescador peinando las plumas de los señuelos de colores. «Voy a crear un álbum en Facebook con estas fotos», me digo, sin saber en ese momento en qué se convertirá la idea. Bebo despacio un sorbo de cerveza y empiezo a seleccionar las imágenes que publicaré un par de semanas más tarde.

19.

21. Pasan 10, 20, 30 minutos y nada que llega el tren. Me desesp

Pasan 10, 20, 30 minutos y nada que llega el tren. Me desespero un poco. El calor y el hambre hacen más difícil la espera. Tengo ganas de almorzar y de tomar una ducha bien fría. Hace tiempo que no sudaba tanto como hoy.

–¿Se demorará mucho el siguiente tren? –le pregunto de nuevo al señor de la tienda.

–Cómo saberlo… –me responde.

–¿Qué otra opción hay para salir de aquí? –replico.

–Coge una moto –me dice, y luego ordena a uno de sus amigos: «Llévalo».

El conductor –un costeño de tez oscura, bigote y barriga pronunciada– acomoda la moto en dirección al sur y se monta sin chistar u omitir palabra alguna. Tomo mi lugar y arrancamos.

Andar en moto por la vía férrea resulta bastante incómodo, debido a los saltos y las vibraciones continuas. Echo de menos el tren. Más tarde me reiré de un periodista de El Heraldo quien se lamenta porque, al hablar de los trenes, «el acceso a [o salida de] este bello lugar no sea más que una especie de travesía incómoda y por momentos frustrante». Para mí el viaje en tren tiene su encanto, al igual que Bocas de Ceniza en su conjunto. Considero que venir aquí es una experiencia única, en vista de su belleza natural, las historias de su gente y el roce directo con una realidad económica bastante difícil, la cual ellos comparten con millones de colombianos y es extraña a unos cuantos. Así que me uno a aquellos viajeros que, en internet, califican de «maravilloso» el lugar y recomiendo a todos darse la oportunidad de probar alguna vez el sabor de su ceniza.

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