Las veces que me preguntaron cuál era mi comida favorita, no supe qué responder. Qué podías responder cuando comer era tan estresante. La mesa del comedor de mi casa era cada día como una prueba, un examen. Come con la boca cerrada, no pongas los codos en la mesa, no juegues con los cubiertos, no hables con la boca llena, no te levantes hasta que no termines. Yo cierro mucho la boca para comer, la cierro tanto que los dientes no encuentran un espacio para masticar, a veces me muerdo los cachetes y siento mucha rabia, porque me toca abrir la boca para decir con la boca llena alguna grosería que me alivie la estupidez de morderme.
Me fastidia mucho la gente que come mal, pero me fastidia más la gente que se pone de mal genio cuando no ha comido a la hora de rutina. Como yo no siento hambre, no ese tipo de hambre, la de sentarme en la mesa siempre a la misma hora a esperar que alguien me traiga un plato de cualquier cosa que devoraría en un instante, no me molesta comer solo cuando siento que si no ingiero un bocado de algo me desmayo. El gusto por el acto de comer me parecía muy extraño hasta hace unos años. Casi entrando en la treintena de mi vida pensé en esto en serio, porque descubrí los sabores de la comida asiática, especialmente los de la India, y el encanto de esos condimentos tan calientes me hizo desear intensamente un plato de comida en la mesa porque se sentían como un abrazo. No recuerdo nada en mi infancia que me gustara tanto.
Quizá solo el ajiaco, una sopa típica bogotana hecha con una mistura de papas, guascas y pollo. Me gustaba mucho porque era el plato del domingo, que no se servía en mi casa, sino en la casa de mi abuela materna, en una mesa donde a nadie le importaba cómo había cogido la cuchara, o si estaba hablando con alguien mientras comía. Creo que los recuerdos se hacen así, como una ligación emocional de las experiencias, y en este caso, de los sabores. Mi conexión con el ajiaco es tan profunda, que cada vez que huelo guascas, pienso en la madera de la mesa del comedor de mi abuela, y en el mesón verde de la cocina, que era el puesto que mi prima y yo ocupábamos cuando en el comedor había tantos invitados que no cabíamos todos sentados.
Cuando vivía en Lisboa, había una tienda de venezolanos en un barrio no muy lejos de mi casa. Ahí conseguía un paquete de papas colombianas congeladas, mazorcas de grano blanco, y guascas secas, a un precio en euros que me recordaba el lujo que me iba a dar, el lujo de viajar a mi infancia a tomar sopa. Mi mayor expectativa de la gente que conozco es que guste del ajiaco. No desconfío de quien no lo disfruta, y en cambio pienso en su niña interior, en la que no gusta de comer. Pienso en mí cuando me preguntan cuál es mi plato favorito, un gusto que debí adquirir siendo pequeña, y solo pienso en el ajiaco del domingo. No en cualquier ajiaco. En la mesa llena, en las voces que construyen conversaciones simultáneas en cada esquina. Pienso en el silencio de mi abuelo que en su hora de comer se dedicaba a eso: a comer. Puedo verlo en la cabecera de la mesa a contraluz. Cuando estaba de ánimo nos contaba la historia de la mazorca voladora que intentó enganchar en su tenedor el día que fue a pedir la mano de mi abuela. Pero la mazorca se deslizó en el plato y voló por el aire y aterrizó en el mantel de fiesta. No era el mantel guatemalteco de mi otra abuela, menos mal.
Extraño la sensación de dirigirme a la casa de mis abuelos maternos, la de sentir alivio al entrar por la puerta del jardín y atravesarlo para entrar por el patio trasero, que era casi como entrar directo a la cocina, como estar en el corazón de la casa. No sé en qué momento se nos rompieron los platos para servir la sopa.
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