… o cosas que se hacen cuando se hacen cosas
Fotos por Gabriel Rojas
Texto por Mista Vilteka
¿Qué cuentan las montañas? ¿Qué nos esconden? ¿A quiénes protegen, a quiénes limitan y a quiénes definen?
Allá en donde reposa lo verde y en donde caminan las aguas. Acá mismo, ¡ya mismo!, entre gigantes rocas de cordillera, se arrincona acostada, pequeña-enorme, callada-silenciosa, la ciudad. Esta ciudad. Bogotá.
La que a diversos ritmos vive –que en diversos tonos habla–. ¡Y que a ritmos diversos debe vivirse y en todos los tonos escucharse!
¿Quiénes eres entre todo lo que eres?
¿Qué eres ciudad que va y sobre la que surmegidxs vamos?
Y vamos.
A pie vamos, de la esquina donde almuerza la dicha a la casa en donde duerme la ansiedad, del sur infinito al infinito norte, de cumbres orientales a aeropuertos occidentales.
Y vamos.
En bus vamos, en auto vamos, en moto vamos, cruzando las avenidas rotas atestadas de lo por haber –sobre todo– y de lo habido –siempre–, y gente que corre y camina y se atraviesa y grita y perros de nadie y perros de alguien y palomas, muchas palomas, todas.
Y vamos.
En bicicleta también vamos –en bicicleta usualmente voy– saltando y esquivando, frenando y respirando –y tosiendo–, porque este aire de la-Bogotá pesa como el humo, acosa como una marejada de mosquitos invisibles que flotan traslúcidos por las calles y las carreras, las diagonales y las avenidas, fluyendo las esquinas, contando-midiendo-determinando, en sus ires de carbono y sus venires oxigenados, ocho millones de espíritus, ocho millones de alguien, ocho millones de equis y yes y zetas. «Claro que yes». O quizás nueve o quizás cincuenta. En ir-vamos tras las miles de calles solitarias en donde se adormece la tarde, en donde madruga el sol y en donde anochece la luna.
También llueve.
Llueve a cántaros como meteoritos del fin del mundo y llueve a goticas como atomizador de peluquería. Y hace sol, hace un sol que parece el láser de los ojos de Superman. Otro sol que se filtra a través de una cobija tres tigres de nubes que nunca se van o que nunca parecen irse. Pero se van. Se van y vuelven como llegan-idos los viernes y van-llegados los lunes. Las nubes siempre se van –para volver–. Y quizás sea «del mismo modo, en el sentido contrario», porque vuelven para irse según quién, según el qué, según para qué o según por qué. ¡O en todos los sentidos! (y en ninguno)
Siento luces.
Hay luces intermedias y grises, naturales y artificiales, las que titilan y las que acosan, las que se mueven y las que ahí se mueren, en una sincronía asincrónica, donde todo combina porque nada combina, diversa y desagregada, usualmente fría. Y hay luces oscuras y oscuridades claras, con murmullos y ausencias, en un vaivén de microsegundos donde parece que todo se vive y se revive en cada esquina y en cada encuentro.
En Bogotá parece que se vive todo y que todos viven su vida y sus distancias, y sus historias y recuerdos, en una marejada de dimensiones y de geografías. En este cemento de vieja modernidad, de ladrillo histórico, de humedales eternos, y páramos donde soplan las aguas que bebemos y montañas, muchas montañas, todas, hace frío. Hace –parece– todo el frío del vacío en el universo. Y se buscan las cobijas, los gorros y los guantes, el cacao hirviente y la caña hirviente, el agua –¿ardiente?– para que se inunden de manzanilla las aromáticas en los rincones, de café las rendijas, de humedad el humedal, de sequedad el letargo del insomne y la letanía del orador. Una ciudad que se disfraza como máquina perpetua en donde parece que retorna el tiempo y en donde parece que todo aparece y desaparece. Como hoy que aparezco en estas letras sobre pixeles y como ya que desaparezco en estas nostalgias de haber aquí llegado y de haber partido sin nunca irme.
La Bogotá de los recuerdos y de los recuerdos en fotos. A esa voy: sin nunca irme.











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