Mil quinientos kilómetros, una bicicleta

Por Adriana María Ramírez. Internacionalista, investigadora y escritora. Amante de los libros, el cine y la música. Paseadora profesional y parte del equipo de Enriquetas en Bicicleta*. 

La Negrita reposa en la entrada de mi casa, recién lavada, con su cadena debidamente aceitada y el casco colgado en el manubrio. Desde allí me mira consciente de que ese será su lugar por un buen tiempo y de que sus llantas nuevas no volverán a sentir el contacto con la trocha en varias semanas o incluso meses. 

Sentada en mi escritorio, la miro mientras escribo estas líneas. Nunca pensé sentir esto que siento por un objeto, pero ella es mucho más, es amiga, hermana, yegua. No es, como dicen muchos, una extensión de mí ser, eso sería restarle todo su poder y establecer una jerarquía entre nosotras y no me lo voy a permitir, a fin de cuentas, juntas hemos recorrido más de 1.500 kilómetros.

Cuando llegó a mi vida aquel diciembre de 2020, no me imaginé que, a su lado, experimentaría una de las modalidades de viaje más hermosas y liberadoras que he conocido. El bikepacking consiste en adaptar la bicicleta con alforjas, empacar en ellas solamente lo esencial y recorrer por varios días paisajes y pueblos a un ritmo que, según mis muy precarios cálculos, puede variar entre 5 y 30 kilómetros por hora. Pero, en uno de esos arrebatos que resulta ser una genialidad, decidí, poco después de que el Niño Dios la dejó en mi puerta con bombas y moños, sumarme a un viaje grupal de mujeres en el cual conocimos el departamento del Quindío a lo largo de siete días. Así fue como todo empezó. 

Aún hoy, les explico a las personas que me preguntan sobre ese y los otros viajes que he realizado, que no soy deportista. ¡Lejos de serlo!, exclamo siempre. No soy disciplinada, tomo y fumo, y no dedico mis fines de semana a hacer ejercicio. También confieso que aprendí a meter los cambios con cierta dificultad hace relativamente poco y nunca he podido saber con certeza si el freno delantero es el izquierdo o el derecho y, para rematar, no gasto un peso en ropa especializada o gadgets que miden el ritmo cardiaco o los kilómetros recorridos. Nada de eso es importante para mí. Pero, cada tanto, me sumo a una nueva aventura. Entonces, alisto a la Negrita y le digo: “Vamos pues que no seremos deportistas, pero sí paseadoras profesionales” y arrancamos. 

Hemos visto amaneceres pintados de rosado y amarillo y nevados despejarse ante nuestros ojos a más de 4.000 metros de altura. Nos han bañado la luz de la luna llena en planicies infinitas y las aguas de ríos color esmeralda y turquesa. Hemos recorrido los pasos de conquistadores y pioneros y, en ese trasegar de rutas y paisajes, nos hemos servido de lanchas, camiones y carros de balineras, también conocidos como “marranitas”, para avanzar en nuestros viajes y llegar a los destinos que tanto anhelamos.

¿Cómo lo hemos logrado? La verdad, no lo sé. Aunque mis piernas y manos temblaban antes de iniciar el primer viaje, la cercanía íntima de la Negrita me ancló al momento. Sentí cómo ella soportaba mi peso y el de mi equipaje y cómo, a pesar de mis movimientos torpes, lográbamos avanzar por el camino pedregoso que teníamos por delante. Entonces, supe que era mi aliada y que cada metro era una oportunidad para entenderla y conocerla y, a su vez, explorar en mí esa osadía recién descubierta que me liberaba del peso de la vanidad y el arraigo. 

Gracias a ese arrojo inicial que se quedó en mi corazón y en mis piernas, me he dado cuenta de que el ritmo de la bici permite acompasar el esfuerzo a lo largo de la ruta. También he experimentado cómo, poco a poco, aparece la técnica propia y cómo los miedos se esfuman con su aparición constante que obliga a tomar decisiones segundo a segundo. Me he visto sorprendida al experimentar el poder renovador de cada pausa que se convierte en una indescriptible inyección de fuerza que hace posible seguir pedaleando y, especialmente, esta modalidad de viaje me ha mostrado cómo metro a metro se avanza y se observa y se escucha todo cuanto pasa alrededor mientras el diálogo interno se vuelve un susurro y de manera casi milagrosa en el cuerpo y la mente se abre un espacio que permite que el paisaje atraviese la vida. 

El bikepacking para mí es, en esencia, una experiencia de profunda soledad, así lo haya hecho siempre acompañada. No importa si voy con más gente, solo yo en mi bicicleta soy dueña del camino que tengo por delante, solo yo percibo el canto de un ave y lo enlazo con recuerdos lejanos, solo yo puedo percibir el ritmo de mi respiración, el dolor en mi cola o la dicha infinita de sentir mi mente afilada y mi cuerpo alerta en una trocha que demanda absoluta concentración. Soy yo viviendo presente a cada segundo, así a veces converse o cante con quien va a mi lado. Soy yo, totalmente consciente, quien se mide a cada kilómetro y se debate entre el gozo y la tortura. Soy yo, con ayuda de la Negrita, quién es capaz de llevar ese viaje hasta su destino final y, al saberme capaz de hacerlo, a pesar de mis propias dudas, soy solo yo quien experimenta la sensación de ser invencible. 

Adriana y Juanita, de ‘Enriquetas en Bicicleta’, una comunidad de ciclistas viajeras.

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