Texto por Óscar Iván Pérez H.
Lorica, Córdoba (Colombia)
El 31 de diciembre de 2011, al amanecer, aterricé en el aeropuerto internacional de Melbourne, Australia, luego de 16 horas en un vuelo sin escalas desde Los Ángeles, Estados Unidos. Era la primera vez que a mis 26 años salía del continente americano, la primera vez que iba a vivir en el extranjero, la primera vez que tendría que desenvolverme en inglés. Llegué al “territorio desconocido del sur”, sobre el cual especularon los filósofos griegos de antaño, junto a Juan Camilo Herrera –mi amigo, mi hermano–, con la idea de aprender inglés –apenas balbuceaba unas palabras– y conocer el mundo de primera mano –lo que sabía se lo debía a los libros y a los maestros–.
Los dos primeros meses en Melbourne fueron maravillosos. Fui medio tiempo estudiante y medio tiempo turista. Por la mañana estudiaba inglés en una escuela barata que había pagado desde Colombia y en las tardes divagaba por una ciudad que parecía infinita. El verano me permitió asistir a conciertos gratuitos en St Kilda Beach, parrilladas en los parques públicos y un par de partidos del Australian Open. Dormía lo suficiente, comía lo necesario, disfrutaba al máximo del tiempo libre. Vivía, mejor dicho, la vida que nunca antes me había permitido.

Pero nada es para siempre. Al iniciar el tercer mes, tuve que empezar a trabajar. Había llegado con la plata justa para mantenerme por unos meses y ya se estaba acabando. Todos los gastos desde que salí de Colombia los había asumido yo y me había prometido a mí mismo no pedirle dinero a nadie, salvo que fuera absolutamente necesario. Y no lo fue: gracias a un amigo caleño de la escuela, conseguí un empleo en la empresa soñada de todo viajero: ¡Lonely Planet! Pero no llegué allí para ser parte del inmenso personal de escritores, fotógrafos y editores, sino para completar la pareja de aseadores que limpiaban las oficinas por las noches, cuando nadie más estaba en el edificio. Diana y yo iniciábamos a las seis de la tarde y terminábamos a las diez de la noche. Algunos días trabajábamos más horas; otros menos. Ella se encargaba de los baños y las cocinas; yo de la basura y los pisos. Así, de estudiante-turista pasé a ser estudiante-aseador. Salía de casa antes de las seis de la mañana y volvía casi a medianoche. Adiós a las horas suficientes de sueño, al tiempo libre, a la vida tranquila.

Poco después llegué al borde del colapso. Sentía que no estaba aprendiendo inglés suficientemente rápido, pues, aunque estaba en Melbourne, una ciudad angloparlante, la mayoría de mis compañeros de escuela eran latinos –sobre todo colombianos– y hablábamos español por fuera –y a veces también por dentro– del salón de clase. Además, por mis deficiencias con el lenguaje, no podía aspirar a trabajos en los que pudiera practicar y mejorar el inglés, como ser bartender, barista o mesero –los oficios aspiracionales del inmigrante recién llegado a Australia–. Y, para completar, vivía en una casa de los suburbios alejada del centro de la ciudad, el lugar en donde estudiaba y tomaba el tren para ir a limpiar.
El trabajo de aseador lo hacía en solitario, sin supervisores encima ni compañeros al lado; eran horas de inmersión profunda dentro de mí mismo que gastaba escuchando música en un iPod y soñando con ir a los destinos que veía en las portadas de los libros que reposaban en los escritorios de los autores de Lonely Planet. Hubiera hecho más quedándome en Colombia con un trabajo de medio tiempo y estudiando todos los días en el Colombo-americano, pensaba. Algo tenía que hacer, si no quería caer en una profunda depresión.
La solución llegó a través de Juan Camilo. “Váyase a vivir a two-o-six”, me dijo. Y así hice. Two-o-six era el número de la casa en Drummond St en la que él vivió durante un par de semanas, cuando se le acabó el mes que había pagado en el alojamiento familiar y que comenzó el día que llegamos al país. En la superficie, two-o-six era una casa cerca del centro en la que viajeros compartían cuartos y zonas comunes (baños, sala, comedor, cocina, zona de ropas). Era una especie de hostal, pero pensado más para residentes temporales en Melbourne que para turistas fugaces. Había de todo: desde quienes estaban uno o dos meses hasta quienes vivían uno o dos semestres.
Pero describir a two-o-six sólo como una casa sería faltar a la verdad; two-o-six era, ante todo, un experimento social. Un reality show sin cámaras. Una comunidad de extranjeros de bajo presupuesto. Allí vivíamos principalmente europeos (italianos, franceses, alemanes, suecos, españoles), asiáticos (japoneses, coreanos, tailandeses, indios) y latinoamericanos (colombianos, chilenos, mexicanos). La casa podía albergar unas 26 personas, distribuidas en cinco o seis cuartos, y siempre se mantenía al tope de su capacidad. Yo dormía en una habitación para cuatro personas con dos camarotes. Era frecuente que cocináramos en grupo, viéramos películas, escucháramos música y bebiéramos cerveza y vino barato, sin importar el día de la semana. También hicimos un par de viajes a los alrededores de la ciudad. Two-o-six fue el lugar en el que hice amigos, encontré un hogar y, al sexto u octavo mes en Australia, por fin “solté la lengua”. Hice parte de este experimento durante 10 u 11 meses.
Al terminar el curso de inglés en septiembre de 2012, comenzaron mis mejores meses en Australia. Como ya no tenía que estudiar en la escuela, tenía las mañanas libres; además, encontré un trabajo en un bar como aseador y recolector de vasos que me permitía acumular todas las horas laborales en las noches y los amaneceres de los viernes y los sábados, de manera que las noches de casi todos los días de la semana eran para mí. Hacía el dinero apenas suficiente para pagar la renta, comer en casa y darme uno que otro lujo pequeño. Durante cinco meses pude dedicarme a lo que me generaba más placer y satisfacción: leer libros, ver películas, estudiar inglés por mi cuenta, caminar por la ciudad y compartir con la gente de la casa.
Siempre fue difícil para mí trabajar como aseador en Australia. Recuerdo que muchos de mis amigos de la escuela o de two-o-six decían que extrañaban a sus parejas, familias, amigos o incluso la comida local. Para mí todo eso era llevadero; lo que yo realmente extrañaba era ocupar un lugar privilegiado en la sociedad y trabajar en lo que me apasionaba y gustaba (en aquella época, eso significaba ser docente de Economía en una universidad reconocida). Pasar de ser un trabajador intelectual a un trabajador físico fue un golpe durísimo para el ego, una cachetada seca a la soberbia, una lección dolorosa de vida que acepté a regañadientes.
Hoy, cuando pienso en estos días australes, los veo como los más felices de mi vida adulta. Al comienzo, me parecía curioso que, a pesar de vivir sin comodidades ni dinero ni grandes responsabilidades laborales, hubiera podido sentirme pleno en Australia. Hoy creo que es lo contrario: gracias a que viví sin comodidades ni dinero ni grandes responsabilidades laborales pude tener tiempo y cabeza suficiente para dedicarme a lo que realmente me llenaba: el crecimiento personal y el disfrute de la vida, en soledad y con otros. Renuncié a la abundancia material y al “éxito” profesional, para recibir a cambio libertad y tiempo libre. Buen trueque, ¿no?
Desde hace años quería escribir este texto, pero solo ahora que he vuelto a la vida sencilla, a las raíces, a lo fundamental, he encontrado la disposición mental y espiritual para hacerlo.

Al partir de Melbourne y de two-o-six en febrero de 2013, con rumbo a Sydney y sus alrededores primero y al Sureste asiático después, compartí en mi Facebook este mensaje de despedida:
"206:
To put it bluntly, I came to you looking for a place to sleep in and people to talk to. But I soon realized that you offered much more to those who are vulnerable enough to be touched by your treasures.
I did find a place to rest in (actually, at any time!) and people to practice English with; yet, above all, I discovered a unique experiment of life. Through your narrow dirty messy -but magical- environments and incredible people, you found a way to show me how to share, learn and enjoy with others, and how to find myself on the road.
You brought me people to laugh, cook, and have fun with (Toshi, Ash, Eva, Samir, and Orson), to talk about what you love the most (Stefano, Rory, and Luis), to travel around (Patrick, Mel, and Allegra), to take photos with (Kyun), and to prepare for what's next (Patrick)".
De haberlo escrito hoy, lo hubiera terminado así:
“With love, Óscar Iván.
P.D.: I already miss you guys!”.

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Oscar,
Me siento muy identificado con su artículo, creo fervientemente que hay mucho más conocimiento en las experiencias que podamos vivir (sobre todo aquellas que nos permiten los viajes), que amasar egos, riquezas materiales y responsabilidades. Viví algo parecido hace muy poco, pero por una meta distinta, sin embargo las aventuras que me han dado mis viajes han sido únicas y anhelo que en un corto plazo pueda volver a preparar la maleta y tomar un avión para donde el destino me quiera llevar. Javier Gutiérrez
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Pensamos y sentimos de forma similar! Espero que ese próximo viaje llegue pronto y sigas acumulando lo que realmente vale la pena: experiencias y amistades. Un abrazo!
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Me siento muy identificada con esta historia, pues vivo en USA hace 21 años y se viven muchas situaciones similares. Es una historia larga.
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Claro Sandra: en últimas esta es la historia del inmigrante que llega a la base de la pirámide social del nuevo país. Un abrazo!
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Me pregunto por qué vivir experiencias como estas nos llenan tanto el alma… Es como si algo muy poderoso dentro de nosotros ocurriera en las experiencias de viaje donde «nos damos el lujo» de solo ser y tener tiempo… Vivir sin responsabilidades, sin trabajo formal ni pretensiones importantes, sin afanes, sin muchos bienes materiales que nos traen obligaciones, únicamente dedicamos a compartir sin límites, obervar con asombro, reír contínuamente y muchas veces sin parar, jugar, disfrutar hasta el exceso, aprender con pasión, conocer, bailar, explorar y todos esos verbos de actividades «básicas» que se me pasan en este momento pero que creo comprender que significan «volver a la vida sencilla»… Y esa vuelta termina siendo una verdadera experiencia espiritual, algo trascendental para nuestra vida porque nunca la olvidamos y la llevamos a donde vamos… Quisieramos vivir así todo el tiempo… Nos ayuda a encontramos o identificarnos a nosotros mismos como distintos pero como parte de una comunidad, de algo más grande, un hogar, de una identidad más grande que nos llena (tal vez humanidad simplemente?)… Me pregunto entonces si «volver a la vida sencilla» significa esa necesidad básica de todo ser humano de tener tiempo para desprenderse y solo ser… Algo que creo es más fácil de lograr viajando…
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Hola Camilo! En tu comentario has respondido a tu pregunta: tienes muy claro por qué viajar es tan gratificante. Y comparto completamente tu reflexión. En mi caso, «volver a la vida sencilla» significa volver a dedicarme tiempo a mí mismo y al viaje, a buscar lo que me hace sentir satisfecho y alejar lo que me incomoda. Puedo ver que tienes muchas experiencias de viaje por contar. ¡Hazlo aquí en Peces!
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De acuerdo: debemos aprender a vivir y no a acumular. Los estudios muestran que la mejor forma de invertir el dinero es en experiencias y personas, en uno y en los otros. Un abrazo!
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