El muro de Belén

El muro de Belén

Viajar me ha hecho ser más consciente que mi propia consciencia, me ha permitido visualizar replicas y representaciones de mis lecturas, mis sueños y mis propias utopías. Me ha permitido vivir lo invivible e imaginar lo inimaginable, fijando imágenes que no veo cotidianamente, pero que insisten como fantasmas en mi día a día. También me ha permitido ver rincones polarizados, violentos, cubiertos de «moral» y de doble moral, de odio, de sangre y de miedo; rincones que convierten a las «víctimas» en «victimarios» y viceversa, y se justifican sobre la base de eternas creencias religiosas, políticas o económicas, que se encargan de crear un enemigo/vida que hay que eliminar/matar.

Cinco meses después de mi viaje a Polonia, viajé durante un mes por Israel, Palestina y Egipto con mi papá y algunos familiares. Recorrí junto a ellos lugares históricos, culturales y religiosos. Fue una experiencia bellísima, sin embargo, por culpa de la realidad y de mi sensibilidad, también sentí miedo e impotencia.

Años después de aquel viaje, lo recuerdo y lo siento tan mío, y me siento nuevamente tan sensible e impotente que grito por dentro y pido no ser tan sensible. Cuestiono todo mientras intento no olvidar lo afortunada que he sido y lo mucho que he conocido, vivido y viajado. Hoy me siento cercana a Palestina y no necesito justificarme a través de ideales políticos y mucho menos religiosos para explicarme; lo haré con mi pequeña historia de Belén, que empieza así y la escribí cuando me despedí de mi papá y volví a Londres a mis 25 años:

–Carola! Ven Carolita no te acerques más al muro –me gritaba mi papá.

–Pa, no me va a pasar nada, acá hay un niño con sus ovejas –le respondía yo, como si eso garantizara mi seguridad. ¿Cómo podía pasarme algo si había un niño a mi lado?

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Por un instante llegaron a mi cabeza imágenes y recuerdos de las navidades que tuve a la misma edad de ese niño. De mis juegos con los pequeños muñecos y ovejas que adornaban el enorme pesebre que cada año todos los niños de la familia le ayudábamos a armar a la hermana de mi abuelita (la tía «Marruca»), mientras mi familia cantaba «los pastores de Belén vienen a adorar al niño». Mi muñeco favorito del pesebre era un niño moreno de saco verde y pantalón café, muy similar al niño que mis ojos veían en aquel momento. Vi al niño, vi sus ovejas y al fondo un muro, distante y cercano, vi el nuevo Belén y lo que vi fue más real que la realidad. Supe entonces que cada una de mis historias imaginadas, siempre habían existido, en otra escala, en otro tiempo, en horizontes lejanos, como en los sueños.

La imagen de recuerdos se borró en menos de un segundo, cuando mi papá muy preocupado, en compañía de un mejicano, nuestra guía palestina Amal (que significa Esperanza en árabe) y nuestro conductor, un israelí musulmán llamado Mohamed, se unieron a gritarme ¡Carola!

En el pesebre y en mis historias de Belén no había un muro, habían sueños, niños, patos, ovejas, lagos, burros, mientras en el Belén de la realidad, había un muro gigante y encima de él, un militar israelí apuntándome con una mirada amenazadora, acompañada de un rifle más grande que el niño que estaba a mi lado.

En aquel instante el muro volvió a mis ojos y junto a él, ese niño de no más de seis años, y me pregunté en medio del miedo, la impotencia, las lágrimas, la conciencia, la cara de angustia de mi papá y las palabras en hebreo de Mohamed hacia el militar, ¿Será más importante lo que pasa en la imaginación o en la realidad? ¿Qué hizo que ese niño naciera en Belén y yo naciera en Colombia para crear historias sobre un pesebre y luego sobre un muro? ¿Por qué hace más de 20 años yo fantaseaba y ahora debo ver a uno de los niños de mi imaginación con saco verde, pantalón café y ovejas, en frente de un muro asquerosamente gigante? ¿Existe una diferencia entre él y yo? ¿Cuál? Él era un niño inocente que se comportó como un adulto y yo una adulta que se comportó como una niña. Él era palestino y yo lo fui por un instante. 

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Estoy segura que muchas personas, esas que se han encargado de desangrar el mundo, no carecen de imaginación, por el contrario, la han usado para inventar utopías atroces, historias a su favor y destruir al otro. Pero sí carecen de esa inocencia fantasiosa que produce la niñez.

Quizás, solo quizás, tuve el placer de nacer en Colombia y de haber estado en Alemania, Polonia, Palestina, Irlanda del Norte, Corea, Argentina, Chile y Guatemala. Pero también he tenido el horror de vivir en una sociedad en donde la violencia es lo normal y los sueños lo anormal.

Por momentos siento que lo único que puedo hacer es escribir y usar la imaginación como lucha personal, que me permita resistir ante la realidad criminal, ante la rabia y la indignación, para enfrentarla y sobrevivir. Muchas veces le pido a la vida que mi imaginación siga resistiendo, y en vez de que la rabia y la indignación se apoderen de mí, lo haga la ficción, porque como dijo Borges, “la literatura no es otra cosa que un sueño dirigido”.

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